CUENTOS
AL GARETE (II) |
Eran las tres de la tarde
y ahora Julián estaba de malhumor. “Súbete
al palo encebao” lo hizo sentir un poco mejor. Recogió
a unas estudiantes de la Profesional que iban para la Terminal
de Albrook. Parecían botellas de soda en efervescencia
pura. Sus risas, su coquetería, la manera como cantaban
“súbete al palo encebao”, el contraste de
sus medias blancas con sus piernas canela y la manera como sus
faldas azules se subían arriba de sus rodillas, la insinuación
de sus sujetadores en sus camisas blancas, el brillo labial
que hacía sus sonrisas más alegres, el rimel que
sus pestañas lucían al batirse. |
Julián se sentía
también alegre y les decía cosas atrevidas,
les preguntó si tenían novio, si tenían
celular, que les iba invitar a las tres para enseñarles
algo. Luego de dejarlas en la Terminal acarreó consigo
la alegría como algunos niños llevan sus loncheras.
Tan alegre estaba que no sintió cuando un bus de Don
Bosco le besaba ligeramente su defensa trasera. |
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El crujir de
la lata lo despertó de su momento feliz y de una bofetada
lo colocó al punto del desenfreno. Salió del
auto hecho una furia, vociferando todas las malas palabras
y todas las permutaciones de dichas malas palabras. El conductor
del bus al verlo salir del taxi decidió no bajar, trancó
la puerta y se dispuso a esperar a un policía.
Era un hombre pequeño y rechoncho con pocas ganas de
complicarse. Julián pateó la puerta del bus,
golpeó su propio auto al ver con detalle el daño
hecho, resopló y finalmente se tiró en su asiento
exhausto. El policía, el busero, los curiosos y los
testigos se fueron a las seis de la tarde.
Los vio alejarse sabiendo que nunca vería un centavo
del cabrón que lo había chocado. Arrancó
ahora con la música desafinada de la hojalata colgando
y la percusión interna del puñetazo que no pudo
propinar. Eran las siete de la noche. Deseaba llegar pronto
a casa para acostarse y no saber nada más. Rogaba que
Marta no le jodiera la paciencia con quejas o celos, que hubiese
comida, que los mellos no estuviesen llorando o gritando,
que Yasubel no... sonó el celular.
Era la susodicha. Quería verlo cuanto antes, le susurraba
tentadoramente “papi, bebé, vente, vente”.
Julián ya no tenía argumentos, se sintió
tan cansado que simplemente apagó el celular y lo tiró
con rabia en el asiento trasero. Toy jodido, pensó.
Era como tener todas las ganas del mundo juntas pero estar
amarrado por ataduras invisibles. Tenía que llegar
a casa y acostarse inmediatamente.
Todo su cuerpo le dolía. Se había enrumbado
por la Ascanio Villaláz, ahora oscura y poco transitada.
Un bulto se le tiró al frente. Frenó y quedó
atónito. Una mujer con el pelo rojo naranja, un traje
corto púrpura y botas negras jadeaba frente a su auto.
No pensó nada, no grito nada, es más, no sintió
nada. Sólo la miraba como quien mira un póster,
un avance de un filme, una foto de periódico. ¿No
podía ser real, o sí?
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La mujer, que apretujaba
unos papeles en su mano derecha, fue dando tumbos hasta una
de las puertas traseras y se introdujo en el auto. Sudaba
copiosamente, y su piel blanca se tornaba rojiza en sus mejillas,
en la punta de la nariz, en su escote, lágrimas humedecían
todo su rostro. |
Finalmente luego
de mucho jadear soltó un “coño”
desde el fondo del alma y Julián arrancó el
taxi. Siguió hasta la Franquipani y luego tomó
a la derecha a la altura del Seguro. La mujer empezó
a hablar. Es
un hijo de puta, sí, uno auténtico, de pura
cepa. Ay, que ahora su mujer regresó y yo, dígame,
y yooooo!!!! El yo sonó como aullido de
mujer-loba.
A Julián se le encresparon los vellos de su espalda
pero siguió manejando mudo. Que
si estaban de pelea, que ya todo se había acabado...hacerme
esto a mí... El “mí”
sonó a grito de soprano coloratura rodando por escaleras
infinitas. La mujer tiraba las hojas al viento. ¿Ve
esto? Son su gran producción, sus últimos cuentos,
los que le tomaron un año y seis meses escribir, un
año y seis meses en que yoooo hice de empleada, secretaria,
cocinera, enfermera, contadora, editora de libros, amiga,
amante...aquí se le hizo un nudo en la
garganta y no pudo continuar. Sólo dejaba escapar las
hojas de sus dedos.
A Julián se le salieron las lágrimas. Iban por
Calle Cincuenta. Pare. La mujer se bajó frente a Elite.
Tiró dos arrugados dólares y cerró la
puerta. Julián manejó sin voltear siquiera la
cabeza hasta su casa en Tocumen. Tomó los dos dólares
tirados en el asiento y una página solitaria, lo único
que quedaba de aquellos cuentos al garete. Leyó.
Eran las siete
de la noche y Julián estaba cabreado. Su día
había empezado a las siete de la mañana... Le
agarró un doloroso ataque de risa que lo obligaba a
contornearse sobre el asiento. De pronto dejó de reír,
arrugó el papel y lo botó en el patio del vecino.
Entró a su casa, trancó la puerta y se tumbó
como un árbol caído en el sofá. Su mente
estaba completamente en blanco y pronto sus ronquidos armonizaban
con el silencio de una noche fantástica. |
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