No conocí al que murió en el
vientre de mi madre. La abuela lo recogió, dijo que
era
grande como un guía y lo puso en el hoyo
que el padre había cavado entre las raíces de
mi higuera preferida.
Yo pasaba tardes enteras bajo el gris áspero de las
hojas del árbol, esperando que naciesen los higos.
Cogía al fin el fruto blando y tocaba su piel negra
que después deshacía en tiras. Cada hilo era
una puerta para adentrarme en mi hermano muerto y lo paladeaba
al ritmo lento de un viajero antiguo. Luego rompía
con los dientes las semillas menudas del interior. Ellas contenían
palabras, voces que subieron por la savia de la higuera.
Los otros niños crecieron descubriendo aventuras. Para
mí, crecer fue sentir el paso del tiempo al escuchar
los mensajes que un muerto me enviaba desde sus frutos.
Alguien quiso una ceremonia devota en aquel lugar. De la cartera
de mi ojo derecho saqué una lágrima inmóvil.
Una lágrima petrificada que se transformó en
blasfemia de fuego cuando la deposité en la escudilla
situada a los pies de los ídolos.