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Miramos
sin ver, ciegos. Huimos desde siempre, desde el derrumbe,
y no sabemos dónde nos dirigimos.
Anduvimos sin parar, después del estruendo. Nos alejamos
sin mirar atrás. Después, solo fue costumbre.
El ser que me habita asegura que no hemos llegado al destino.
Por eso miramos sin ver la sucesión de paisajes y de
pueblos que vamos recorriendo. Andamos apresurados como animales
que entran en pánico.
Encontramos gentes que huyen sin rumbo, sin meta. Nos reconocemos
en la mirada vacía. A veces, algunos se detienen y
ya no siguen más. Nunca he sabido si era cansancio
o habían encontrado un lugar donde quedarse. Otras
veces desaparecen sin que nos demos cuenta.
El ser que me habita, duerme dentro de mí. Miro alrededor
y reconstruyo un puzle con lo que me rodea, monto un paisaje
de bosque y maleza. El camino es estrecho y está poco
hollado. Los que me siguen confían en mí, pero
a menudo, quiero correr y dejarlos a su suerte, con su equipaje
de miserias y miedos, arrastrando tras de sí a hijos,
padres y fantasmas.
Pasamos por un desfiladero que bordea un abismo lleno de árboles,
viejos como las montañas. El abismo nos llama en el
murmullo del río, allá abajo, en el sonido del
viento en las hojas. Salimos a una llanura verde, sin árboles,
con grandes rocas, y el cielo se abate sobre nosotros, nos
dejamos caer vencidos.
El ser que me habita, despierta en mí y comienzo a
andar. Vuelvo a pensar en escapar, pero siento una punzada
en el pecho y comienzo a boquear, sin aire. A intervalos logro
enderezarme. Me dirijo a ellos, alzando la voz. Me siguen
y bajamos hacia el sur, aún verde, pero con la vegetación
más rala.
Abajo hay casas sueltas y una plaza pequeña. La bajada
es dura, hay que clavar bien el tacón de la bota para
no resbalar. Mucha gente va descalza y tiene los pies amoratados,
con heridas. Ayudo a una mujer demacrada, cojo a su bebe mudo
en brazos. La mujer se apoya en mí, sus zapatos y sus
piernas aguantan mal las piedras sueltas.
En la plaza hay una fuente de piedra y detrás de las
casas empieza el bosque. La gente nos da comida, algo de abrigo
y miradas de lástima, la mirada del que se siente seguro,
en su sitio.
Decido escapar esa noche, el ser que me habita esta mudo.
Guardo agua, comida y ropa. Me siento en el suelo, me recuesto
en la pared y me invade el sueño.
Un roce en la cara y me incorporo de un salto. El bebé
mudo, con sus pasos tambaleantes se acerca a mí y me
toca la cara. Su madre duerme, tan cansada que ni siquiera
cierra los ojos del todo. Cojo a la niña en brazos
y se agarra a mi cuello. La madre abre los ojos. Llévatela,
articula con dificultad. Recojo un atado con ropa de la niña.
El ser que me habita se revuelve y me urge a escapar. Ahora
sí.
La niña sin nombre y yo entramos en el bosque. Al volver
la cabeza encuentro la mirada fija de su madre. Pienso en
que tenemos comida y decido bajar hacia el sur, hacia el mar.
Así es como decido también el nombre de la niña
que se ha convertido, de repente, en mi hija.
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