COLABORACIONES
CON REPOELAS |
LOLA LÓPEZ MONDÉJAR |
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Cedemos
hoy las páginas de mis Repoelas a la escritora murciana
Lola López Mondéjar, psicóloga clínica,
psicoanalista y escritora, autora de ensayos,
cuentos y novelas, nacida en Molina de Segura (Murcia). Leer
y escribir son sus grandes pasiones y ha tenido la buena disposición
de acercarse hasta la revista para obsequiarnos con uno de
los relatos que forman parte del volumen, Lazos de
sangre, de la Editorial Páginas de Espuma,
para que los lectores de mis repoelas disfrutemos con su lectura.
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A lo largo de su trayectoria como escritora
publicado las novelas Una casa en La Habana,
Yo nací con la bossa nova, No
quedará la noche y Lenguas vivas;
en relatos,además del referido Lazos de sangre
, también ha escrito El pensamiento mudo
de los peces (ambos en la editorial Páginas
de Espuma), y La pequeña burguesía,
( Grupo de Literatura "La Sierpe y el Laúd")
y el de ensayo El factor Munchausen: psicoanálisis
y creatividad (Cendeac). Entre 1998 y 2009 coordinó
el programa literario La mar de Letras, en Cartagena (España),
y desde 2005 hasta la actualidad los talleres de escritura
creativa de la Biblioteca Regional de Murcia.
Su novela Mi amor desgraciado (fue editado
por Siruela en 2010) fue finalista del XXI Premio de narrativa
Torrente Ballester. En otoño de 2013 Siruela publicó
su novela, La primera vez que no te quiero.
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El
hermano gemelo
(Este relato forma parte del volumen, Lazos de sangre,
Editorial Páginas de Espuma, Madrid, 2012) |
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Cuando me llamaron para decirme que mamá había
muerto estaba terminando mi tesis doctoral sobre las tortugas
baula en Costa Rica, y su cuerpo sin vida yacía en
algún lugar de los alrededores de Oslo.
En mi habitación la temperatura ascendía a
treinta y cinco grados y allí donde ella se encontraba
el termómetro marcaba veintitrés bajo cero.
Lo miré en Internet porque no sabía qué
otra cosa hacer cuando colgué el teléfono.
Pensé, nos separan nueve mil trescientos kilómetros
y cincuenta y ocho grados centígrados, y me di cuenta
de que los hábitos de trabajo me habían metido
el recuento en el tuétano, que de repente sólo
podía pensar en términos de cifras y de números
y que, seguramente, eso constituía mi único
alivio.
Hacía más de seis meses que no veía
a mamá.
Las tortugas marinas que monitorizamos en nuestra playa
recorren hasta cuatro mil kilómetros cada año
para volver a desovar en el mismo lugar donde nacieron,
una carencia específica les indica el camino. Desde
que vivo aquí no siento el deseo de nada. Ni nostalgias
ni anhelos. Estaba plenamente satisfecha de mi vida hasta
que esa voz anónima me dijo Your
mother is dead.
No podía ponerle cara a la voz, ni siquiera me dijo
su nombre. Se identificó como policía en un
inglés precario con fuerte acento nórdico,
y cuando conseguí preguntarle, what?, me repitió
de nuevo la frase sin modificar ni una sola palabra.
Mi madre ha muerto. Congelada, en el camino de un bosque
a las afueras de Oslo. Eso fue lo que me dijo. Ni siquiera
sabía que estuviese allí. No sabía
que hubiera salido de viaje, no me había dicho que
pensase hacerlo. Habíamos hablado exactamente diez
días antes de esa llamada. ¿Qué hacía
ella en Noruega? Que yo supiera, mamá solía
mantenerme al corriente de sus planes, siempre. Que yo supiera.
El policía me preguntó qué quería
que hiciesen con el cadáver. Me preguntó si
iría a por ella, y le dije que sí. Lo hice
sin pensar, me pidió mi correo electrónico
y me envió luego las indicaciones precisas para ponerme
en contacto con él a mi llegada.
Mientras esperaba su correo no podía creer lo que
había pasado. Podía anular sin esfuerzo la
conversación telefónica, olvidarla completamente
y seguir con mis ocupaciones cotidianas, esas que tan feliz
me habían hecho hasta entonces. Hubiera podido hacerlo
pero no debía. Podía olvidar, pero no debía
olvidar. Sentí que mi indiferencia no estaba bien,
que el dolor de la muerte de mi madre debería haberme
partido en dos. Y lo había hecho; una de mis partes
pretendía hacer como que no sabía lo que sabía,
la otra se culpaba por ello. ¿Dónde estaba
el dolor?
Pensé otra vez: mi madre ha muerto, mi madre ha muerto;
lo repetí en mi interior sin experimentar ningún
sentimiento. ¿Era normal? ¿Puede una hija
no sentir nada ante la muerte de su madre?.
Las tortugas vienen a la playa a desovar de madrugada, se
adentran en la arena unos cientos de metros para que la
marea no destruya sus nidos, y entran en un trance instintivo
que no son
capaces de modificar. Cavan con sus aletas unos pozos profundos,
en los que depositan ochenta o noventa huevos perfectos
que expulsan por su ano uno a uno, gelatinosos, blancos
y esféricos, iguales. Las he observado decenas de
veces con la misma emoción, un lazo telúrico
me une a ellas, hembras como yo, prehistóricas. Cuando
las veo expulsar sus huevos pienso en mamá pariéndome
a mí. Yo no tendré nunca hijos. No hay nada
instintivo en mí, mis actos no
están sobredeterminados.
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