El hombre que habló por teléfono
conmigo tiene alrededor de cuarenta años y aspecto
de vikingo. Me acuerdo de una película de vikingos
que veía de pequeña con mi padre, un película
donde se mostraban sus costumbres. Al final, el cuerpo de
alguien que moría en combate se entregaba a las aguas
del mar sobre una balsa de madera, creo que ardía.
El vikingo de carne y hueso dice que mi madre murió
hace cuatro días, llevo viajando veinticuatro horas
y no consigo entender muy bien sus palabras, ni ubicarme en
el tiempo. Dice que murió congelada, eso lo repite
muchas veces, parece no entenderlo él, parece que también
él sufre problemas de orientación.
– ¿Pero, por qué congelada? –acierto
a preguntarle.
– Ella abrió la puerta de la cabaña
–el vikingo me mira a los ojos, los suyos son azules,
se nota que ha pensado mucho en lo que dice, se nota que
ha estado imaginando la escena en su cabeza rubia –
, apagó la calefacción y se tumbó en
la cama.
– ¿En la cama?, me dijeron que había
muerto en el camino de un bosque.
– Así es, eso fue lo que le dije para no inquietarla,
pero las circunstancias fueron otras.
Las circunstancias fueron otras. Fueron otras las circunstancias,
me repito, pero ¿cuáles?
Me ofrece un vaso de café con leche; antes me ha preguntado
si quería café solo o con leche, tengo en el
estómago un agujero enorme; lo quiero con mucha azúcar,
se puede elegir, me ha dicho, entre poco azucarado, dulce
o muy dulce. Yo le respondo, muy dulce; no me vendrá
mal.
Lo mismo lo dulce calma mi agujero. Él toma el suyo
al mismo tiempo que yo, nuestros movimientos están
sincronizados. Cuando me llevo la taza a los labios él
hace lo mismo.
– ¿Ha visto usted a mi madre?
– Sí. Claro que sí.
– ¿Podré verla?
– Necesitamos que lo haga para cerrar la investigación.
– ¿Hay una investigación?
– Su madre no estaba sola.
– ¿Cómo?
– No había ningún vehículo en
los alrededores, el único que, sin duda, debió
utilizar para llegar hasta allí no estaba cuando
la encontramos. Alguien tuvo que llevárselo. La cabaña
está a doce kilómetros del pueblo. En invierno,
con estas temperaturas, sólo se puede acceder en
coche o con esquís. Los cuatro esquís estaban
apoyados a un lado de la puerta. Y el coche había
desaparecido, pero había huellas de ruedas en la
nieve del camino.
El hombre mira hacia el techo para apurar su café,
el mío calienta ligeramente el frío de mi estómago.
Lo apuro como él y dejamos al unísono las tazas
sobre la misma mesa. Hacen un ruido metálico. Siento
que ese desconocido sabe más de mi madre que yo misma.
Me irrito.
¿Cuándo va a terminar con sus sorpresas?
– ¿Quiere decirme de una vez qué es
lo que saben?
– ¿Tenía su madre algún amigo
o amiga en esta ciudad?
Mamá llegó a Oslo un mes antes de que la encontraran,
de modo que cuando hablé con ella la última
vez ya estaba en Noruega. Por alguna razón que desconozco
decidió no decirme que estaba lejos de casa. Durante
las dos primeras semanas se alojó en un hotel de la
calle Bygdoy Allé al que decido acudir también
yo aquella noche. El policía noruego me ha conseguido
la misma habitación que ella ocupó durante sus
primeros quince días en Oslo, la cuatrocientos diez.
Los últimos quince los pasó en la cabaña
donde la encontraron. Por los restos de basura que dejó
allí piensan que la compartió con otra persona,
pero no saben quién puede ser esa otra persona. En
el hotel no la vieron con nadie. La poIicía interrogó
a todos los empleados y a las señoras de la limpieza
de habitaciones que pudieron cruzarse con ella, sin resultado.
Los primeros días mamá estuvo sola en Oslo.
Solía salir por la mañana hacia las diez, y
regresaba sobre las siete. Cenaba cualquier cosa en el restaurante
del hotel a las nueve y volvía a su habitación.
Sólo hubo tres o cuatro noches que salió a cenar
fuera. Eran las costumbres de mamá cuando viajaba.
Solía cansarse al atardecer, al declinar el día
ella también perdía las fuerzas, agotada de
sus largas caminatas de exploradora, y se recogía en
la habitación donde solía leer o escribir, o
ver la televisión, si comprendía el idioma del
país que visitaba. El policía que sabe de ella
más que yo me cuenta que el personal del hotel le comentó
que parecía contenta. La temperatura en la ciudad osciló
durante ese periodo entre los quince y los ocho grados bajo
cero. A mamá no le gustaba el frío. ¿Por
qué vino hasta aquí?
El hotel de la calle Bygdoy Allé en el que me encuentro
es un edificio de principios del siglo XX, neoclásico,
muy del gusto de mi madre. En cuanto lo veo comprendo que
pudo encontrarse en él como en su casa. Desde que papá
y mamá se separaron, ella elegía hoteles de
ambiente acogedor, fuera del centro pero lo suficientemente
cerca como para no tener que utilizar demasiado el transporte
público. Le gustaba mucho caminar. Recuerdo que de
niña me disgustaba que no tuviera en cuenta mi cansancio.
Cuando le pedía descansar, mamá siempre me contestaba
con voz animosa, ¡vamos!, ¡un poquito más!
Y conseguía que continuase con la promesa de un baño
en la piscina, de mi plato favorito en la cena o de una golosina
prohibida. Cuando abro la puerta de la habitación no
puedo dejar de imaginar que ella ha estado allí. He
venido tras sus pasos, como si compartir el espacio que la
acogió poco antes de su muerte pudiera hablarme de
algún modo de ella. Pero la habitación carece
de huellas. La ventana da a la calle principal, y la nieve
cubre el suelo del balcón. Dos pisadas de unos zapatos
enormes miran hacia el interior, como si alguien, inexplicablemente,
hubiera estado delante del cristal, sin que quede ningún
otro rastro de su llegada hasta allí o de su salida;
como si hubiera salido de espaldas de la habitación
y regresado a ella con un solo movimiento de los pies. Imagino
a un hombre limpiando los cristales, o a un vampiro noruego
que ha venido volando a través de la niebla y del frío,
pero me niego a seguir imaginando nada más. ¿Estarían
aquí esas huellas cuando mamá cogió la
habitación? La nieve parece compacta, intento abrir
la ventana y no lo consigo. Afuera hace mucho frío,
y dentro el calor es reconfortante. Al entrar en la habitación
el frío escapa poco a poco de tu cuerpo. Ya esta mañana
noté cómo el cambio brusco de temperatura hizo
que me doliese momentáneamente la cabeza, un dolor
ligero, que pasó en unos minutos, como si hubiera estado
tensando imperceptiblemente los músculos del cuello,
o del rostro, y luego se relajaran más confiados, descansando
en el intenso calor. Pienso en mis tortugas, en las altas
temperaturas de donde vengo, en la transpiración que
establece un continuo entre tu cuerpo y el exterior. Aquí
el cuerpo está seco, limpio, sin intercambios biológicos
con el medio. No me gusta el frío. Me da miedo. Siento
que podría acabar conmigo. El calor me anima, el frío
me paraliza. Creía que en eso mamá y yo éramos
idénticas. Pero ya no sé si era así.
He traído muy poca ropa de abrigo. Mi viaje debería
ser corto.
El policía vikingo que se ocupa de
la investigación abre la puerta de su despacho y me
hace pasar. Hemos quedado para ver el cadáver de mamá.
El hombre parece más compungido que yo misma. Luego
subimos a un coche sin distintivo oficial y recorremos la
ciudad camino del depósito, los árboles son
de color negro y la nieve decora sus ramas con mullidas y
regulares pinceladas blancas. Al pasar por el eje principal,
entre el Palacio Real y la Karl Johans Gate, el semáforo
se pone en rojo. Encima de un escenario, a mi derecha, un
niño vestido de rockero canta acompañándose
de una guitarra. Hay algo patético y gracioso al mismo
tiempo en la figura de un niño de ocho años
disfrazado de cantante de rock. Enormes cámaras de
televisión retransmiten el espectáculo. No sé
nada de Noruega, constato. ¿Es famoso ese niño?
¿No es eso explotación infantil?
– Son los campeonatos mundiales de ski.
– Ya.
Hay esculturas de hielo en mitad de la calle. La más
cercana a nuestro coche es un homenaje a
El grito de Edvard Munch; monolitos de hielo puestos en pie
con el rostro repetido del fantasma de Munch, con su característica
boca desorbitada. El niño rockero lleva el pelo rubio
peinado
hacia arriba con gomina. Canta bien.
– Su madre tenía el equipaje hecho. No se lo
comenté antes. Dos maletas con todas sus pertenencias.
Están también en el depósito, pendientes
de que las retire.
– Dios mío…
– Podemos llevárselas al hotel en cuanto firme
la documentación, no se preocupe.
– Gracias.
Se hace un silencio incómodo que dura lo que resta
de luz roja. Luego, no sé por qué, digo en voz
alta:
– A mamá le encantaba ese cuadro.
– ¿Cuál?
– El grito de Munch.
El policía noruego se llama Thomas, Thomas algo, y
mi observación le ha caído encima como un rayo.
Se vuelve hacia mí con sus grandes ojos azules también
desorbitados.
– ¿De veras?
– Sí.
– ¿Me permite que la lleve a verlo?
No sé qué se propone, pero no tengo nada que
objetar y él parece tan entusiasmado de repente que
le digo que sí.
El cuadro de Munch es lo último que
le importa. Aparcamos cerca de la Galería Nacional
y entramos en el vestíbulo. Thomas se identifica ante
el personal de recepción. Luego les dice algo en su
lengua y me señala. Yo contemplo la bóveda policromada
y las escaleras laterales. Una mujer joven, de complexión
gruesa, parece sorprendida. Thomas vuelve a mirarme, y me
traduce una catarata de palabras que me cuesta escuchar. Cada
vez que alguien pasa junto a la puerta de entrada, ésta
se abre automáticamente y deja entrar una corriente
de aire polar que me enfría la cara. Thomas y yo llevamos
los abrigos puestos y, por debajo del mío, estoy empezando
a sentir calor.
– Les he pedido que recuerden si hace un par de semanas
vieron a alguna mujer que se le pareciera a usted, pero
veinticinco o treinta años mayor. Y ella ha dicho
que sí. Dice que vino durante algún tiempo
todos los días. Que el vigilante de la sala veinticuatro
les comentó que pasaba mucho rato delante de algunos
de los cuadros de Munch… Tenemos que hablar con ese
hombre.
Ha dicho: una mujer que se pareciera a usted. Cuando pienso
en la cara de mamá veo lo que será la mía
cuando llegue a su edad. Ahora, con su muerte, no tendré
el modelo de mi rostro cuando llegue a la vejez. Tenía
cincuenta y seis años.
Todavía no he decidido qué
siento. Digo decidido porque se me antoja un acto de voluntad,
ya que sentir, en sentido estricto, no siento nada. De momento
sólo una cierta consternación. Es como si los
sentimientos fuesen muy lentos en mi interior. Demasiado.
Trato de capturarlos, de monitorizarlos como si fuesen tortugas,
sin conseguirlo. El vigilante nos dijo que la señora
española venía cada día aproximadamente
a la misma hora, y se quedaba en la sala veinticuatro durante
un largo rato. En ese tiempo no hacía nada, nunca la
vio escribir, ni dibujar, sólo observaba los cuadros
uno a uno, se sentaba en los sillones del centro de la sala,
relajada, y meditaba. Eso era todo. Como él no habla
inglés y mi madre tampoco noruego, sus intercambios
se limitaban a una mirada de reconocimiento a la entrada y
a la salida. Nada más. Dice que no le resultaba raro
que alguien mantuviese la costumbre de observar esos cuadros
durante tanto tiempo, que lo que le parecía extraño
era que no tomase ninguna nota. ¿Cómo iba a
recordar después todo lo que había pensado?
Fue entonces cuando tuve la certeza de que mi madre no tenía
intención de recordar nada. Que seguramente ya tenía
planificado lo que iba a hacer las dos semanas siguientes.
Lo pensé así, sólo porque mamá
solía escribir sus impresiones en un cuaderno negro
que siempre llevaba consigo. Las usaba para sus artículos
sobre arte, porque desconfiaba mucho de su memoria, que se
iba haciendo cada vez más débil. Mamá
no pretendía recordar nada de sus frecuentes visitas
al museo, eso es.
Cuando se lo comento a Thomas está de acuerdo conmigo.
– Yo también he pensado que tuvo que planificarlo
de antemano. La ciudad, Oslo, donde no la conoce nadie,
donde no hay nadie que la retenga. Que la haga desistir.
– ¿Desistir?
– Usted ya lo sabe, su madre se suicidó.
Luego vamos a verla. A ver a mamá. Al cuerpo de mamá.
En una sala fría, más fría que cualquier
sala, nos vestimos de blanco y la vemos. Es ella. Mi teléfono
era el primero en la agenda de su móvil. Ponía
“ A a
mi hija”, como yo misma le había
indicado que lo hiciera para casos de emergencia, y que pusiera
mi número a continuación. No puedo recordar
lo que vi.
Pero era ella. Más blanca, más vieja, más
delgada. Inanimada y fría.
Mamá se ha suicidado en una cabaña
de Oslo. El policía que sabe tanto sobre su muerte,
Thomas algo, dice que estaba sobre la cama, vestida con un
pantalón ligero y una camisa, y que la ventana y la
puerta de la cabaña estaban abiertas. En el interior
de la única pieza, la temperatura, cuando la encontraron,
era de trece grados bajo cero. No he querido escuchar nada
más.
– ¿Su madre viajaba con portátil?
– Solía hacerlo, sí.
– No hemos encontrado el suyo entre sus pertenencias.
Dios mío. No puedo retener todo esto en la cabeza,
si lo hago comenzaré a sentirme realmente mal y no
me quedarán fuerzas para hacer lo que tengo que hacer
y volver después a mi vida. Sólo olvidando lo
que me dice puedo continuar moviéndome. Las maletas
de mamá vienen conmigo al hotel. El conserje me ayuda
a subirlas, y en la habitación abro la más grande
y compruebo qué hay en su interior. Ni rastro del portátil.
Mamá venía muy preparada para el frío.
Camisetas y calcetines térmicos, guantes de ski, botas
forradas de piel, dos abrigos. Estaba leyendo Orgullo y prejuicio,
aunque me consta que no le entusiasmaba Jane Austen. Sonrío.
Estoy segura de que era uno de sus arrepentimientos. A todos
los autores que deberían gustarle y que no le gustaron
en una primera lectura, les concedía una segunda oportunidad.
Un acto solemne de relectura en la que tenían la posibilidad
de seducirla. Decía que no quería ser injusta.
Ya no sabré nunca si Jane Austen consiguió salvarse
del primer juicio sumarísimo que hizo sobre la novela.
– Aburrida, monotemática, inteligente pero
banal.
He decidido ponerme su ropa.
Los trámites para repatriar el cadáver
de mamá me han llevado toda la mañana. Cuando
regreso al hotel me dejo caer sobre la cama y me duermo unos
minutos. El frío es reconfortante, te estimula, me
siento más activa que allá abajo, en el calor,
pero hoy me he levantado demasiado temprano y estoy cansada.
Intento sostenerme a mí misma sin desmayo, sin caer
en algo que se está abriendo bajo mis pies y que amenaza
con succionarme. Yo creía que el frío me paralizaba
y no es así. Desconozco mi propia naturaleza.
Me resisto a hacer turismo en Oslo. Estoy de duelo. No sé
por qué me he prohibido recorrer los lugares que de
modo natural me interesaría conocer. Me parece descortés.
Un insulto a su memoria. En el restaurante del hotel la comida
es insípida e hipercalórica. Desde que estoy
aquí no tomo ensaladas. Echo de menos la dieta casi
vegetariana a la que me acostumbré con mis tortugas.
¿Cómo andarán por allí? Oscar
me ha respondido. Me consuela pensar que no les causa problemas
mi ausencia. He comenzado a leer Orgullo
y prejuicio. Una historia de mujeres que esperan
ser elegidas. De mujeres que esperan.
El cuerpo de mamá podrá viajar dentro de un
par de días en el mismo vuelo en el que yo dejaré
el país. Todavía no he visto salir el sol, y
ya lo echo de menos. Una neblina lechosa cubre el cielo desde
el amanecer hasta el atardecer, la misma luz, la misma sensación
plomiza. Sólo el maravilloso blanco de la nieve alegra
la mañana. Me permito, eso sí, largos paseos
por el parque cercano, donde la nieve luce inmaculada, haciéndome
daño a los ojos, y donde grupos de simpáticos
educadores sacan a pasear a unos preciosos niños, rubios
o de pelo ensortijado, de diferente color de piel. Los futuros
hombres y mujeres noruegos.
Thomas me ha dicho que puedo llamarle si necesito algo, pero
no necesito nada.
Cuando regreso al hotel tras mi paseo de después de
comer, el recepcionista me dice que alguien me ha telefoneado.
Una hora después suena el teléfono de mi habitación.
– Buenas tardes…
Es la voz de un hombre joven. Habla en inglés con
el mismo acento que Thomas.
– … No me conoce, pero yo sé muchas cosas
sobre usted.
– ¿Cómo es eso?
– Ana, yo conocí a su madre. Tiene usted su
misma voz.
Hemos quedado. No podía aguantar la curiosidad. ¿Y
si era él? Si era él la persona que estuvo con
mamá hasta el final quiero conocerle. Tal vez debería
llamar a Thomas, su tarjeta está sobre el televisor,
pero decido no hacerlo. Mi madre está muerta, no hubo
violencia, no creo que el desconocido sea peligroso para mí.
Ahora sabré más cosas que mi detective vikingo.
Prefiere que nos veamos lejos del hotel, en una cafetería
del centro de la ciudad. Yo accedo, sería capaz de
ir a verle hasta el Polo norte. Perseguirle como el doctor
Frankenstein persigue a su monstruo sobre los hielos; él
tiene cosas que decirme, y yo quiero escucharlas.
Se llama Terje, pero no sé si ese
es su verdadero nombre. Dice llamarse Terje y tiene mi misma
edad, veintiocho años. Y una belleza extraña,
discreta, que crece a medida que le observas. No puedo dejar
de mirarlo. La cafetería que ha elegido está
decorada con colañas de madera, estilo nórdico,
rural, no creo que le importe mucho la decoración.
Está llena de gente joven como nosotros que entra y
sale sin parar, quizás eso haya sido lo más
determinante; aquí no llamamos la atención.
Habla un inglés fluido.
– Con su madre hablaba francés.
– Ya, nunca aprendió bien a hablar inglés.
Cosas de su generación.
– Lo comprendo.
Terje estudia medicina, pero trabaja en lo que va saliendopara
pagar sus estudios. Me lo dice con naturalidad, como si yo
tuviera derecho a saberlo. Tiene una voz agradable; no hay
nada
desagradable en él.
Parece incómodo con mi pregunta. Quizás pretendía
ir más despacio, pero yo tengo mucha
prisa. No soporto que hombres desconocidos sepan de mi madre
más que yo misma. Es mi madre, la conozco toda la vida.
Qué obviedad. Terje vacila.
– Era una mujer muy decidida. Ya lo sabe.
– Sí.
– Pero también temerosa. A veces parecía
estar a punto de romperse, le sucedía en cosas insignificantes.
¿No cree?
– ¿Cómo qué?
– No sé, a veces no encontraba el momento exacto
para cruzar la calle. Parecía una niña asustada.
Delicada, fuera de este mundo. Luego, en otras circunstancias,
no le tenía miedo a nada.
– ¿Tanto la conoció?
– La acompañé durante sus últimos
quince días de vida.
– ¿Estuvo con ella hasta el final?
– Así es.
No supe qué pensar. ¿Quién era aquel
hombre? ¿Por qué lo había elegido mamá?,
y, sobre todo, ¿para qué?
– Le parecerá extraño… Es extraño.
Pero durante quince días su madre y yo fuimos muy
buenos amigos.
– ¿Así, sin más?
– ¿A qué se refiere?
– ¿Se hicieron amigos y decidió ayudarla
a suicidarse?, ¿la conoció y decidió
acompañarla a morir abandonando durante quince días
su propia vida para comprometerse peligrosamente en los
asuntos de una mujer desconocida?
– No. Acompañarla formaba parte de mi trabajo.
Ella me contrató.
– Le pagó.
– No más de lo acostumbrado.
– Pero usted habla de amistad…
– Fuimos buenos amigos. No hubiera hecho lo que hice
de no haber sido así.
– No me importan sus razones, sólo quiero saber
por qué mamá se suicidó –he levantado
el tono de voz y la pareja de la mesa de al lado me mira
con ojos escandalizados. Mi madre se suicidó; acaban
de entender lo que he dicho.
Terje me mira a los ojos, sin asombrarse, con calma. No tiene
vergüenza, no se reprocha nada, en los suyos leo una
tranquilidad que invita a confiar en él. Por unos instantes
comprendo a mi madre.
– No fue un suicidio, fue eutanasia.
– ¿Cómo?
– ¿Nunca le habló de él?
– Dios mío, ¿de quién? Hable
claro, por favor. Creo que voy a volverme loca.
– De su hermano gemelo…
Nunca me habló de él, y Terje
lo sabía todo al respecto. Su hermano gemelo. Hacía
sólo seis meses que no veía a mamá y
aparecía ante mí como una completa desconocida.
En apenas un par de días se me presentaba como alguien
ajeno, diferente a todo lo que yo creía saber sobre
ella. Mi madre había compartido con Terje confidencias
que nunca me hizo a mí, lo que me producía un
sentimiento de animadversión hacia él que intentaba
mantener a raya, sin lograrlo. Él, sin duda, lo percibía.
– A los siete años, a su madre le extrajeron
del abdomen un pequeño manojo de pelos, huesos y
piel, los restos de un abortado hermano gemelo que nunca
llegó a desarrollarse. Desde niña sintió
que su cuerpo no le pertenecía por completo, que
alojaba algo indefinido, que finalmente pudo concretarse
en esa operación. Pero, según
me contó, la sensación de estar invadida por
una presencia ajena no desapareció entonces. En realidad,
no desapareció nunca.
¿Qué me estaba diciendo?. Mamá jamás
me contó nada de esto. Terje tomaba un té con
cardamomo, olía a Las
mil y una noches. La palabra cardamomo es hermosa.
Le digo a Terje.
- Cardamon
en español se dice cardamomo.
- Hermosa.
Creo que mamá hubiera dicho lo mismo, incluso sin el
artículo. Hubiera dicho hermosa,
sin más, como si fuese una larguísima explicación.
Le da un sorbo y continúa.
- Cuando le diagnosticaron el cáncer de estómago,
su madre soñó con ese hermano varias noches;
soñó que venía a reclamarle lo que era
suyo, el lugar donde había vivido y del que lo extirparon
en aquella lejana operación de los siete años.
Lo soñó como una presencia inhumana que se alojaba
en su interior, una presencia que pretendía acabar
con ella, cobrarse su venganza. Dijo que tenía miedo
de él.
– Nunca me contó nada. Por supuesto,
la acompañé en todo el proceso del cáncer
hasta su completa recuperación, pero no me dijo ni
una palabra de lo que usted me está contando.
– Lo sé, su madre estableció
con él un diálogo permanente. Se lo imaginaba
como a un varón con sus mismos rasgos, y empezó
a sentirse acompañada por él. Desde que le
extirparon el tumor decidió tomarlo como un aliado
y dejar de tenerle miedo. No volvió a considerarlo
como una presencia invasiva sino como un compañero
interior. Un alter ego reflexivo que la consolaba, aunque,
en algunos momentos, volvía a ser para ella una presencia
maligna, un pus informe. Lo que ella llamaba pomposamente:
El principio del mal.
– No comprendo porqué no me lo contó
nunca. – En aquel preciso instante odiaba a mamá;
mi ignorancia sobre lo que le había preocupado me
humillaba. ¿Cómo se había atrevido
a compartir con un desconocido aquella historia? Terje no
se dejaba intimidar por mi tono irritado. Quería
a toda costa transmitirme lo que sabía. Como si hubiera
estado esperándome para compartir conmigo ese secreto.
Como si reconociera también él que tenía
derecho a conocerlo.
– Le costó aceptar la enfermedad. El cáncer
era una espada de Damocles que pendía sobre su cabeza,
imperceptible a veces, como una amenaza absoluta cuando
se sometía a las sucesivas revisiones médicas.
Pero finalmente la aceptó, y con ella vino una sensación
de provisionalidad que nunca había conocido. Le pareció
que cada día era una especie de regalo que había
que disfrutar golosamente. Me contó que se levantaba
más contenta que nunca. Entonces, después
de pensarlo durante algún tiempo, dejó la
enseñanza y montó la galería de arte.
No quería morir sin hacerlo. El cáncer la
decidió. Poco al poco comenzó a agradecerle
a la enfermedad su nueva capacidad de elección, de
afrontar riesgos que antes no habría asumido. Esto
ya lo sabe usted, Ana, sin el cáncer, tal vez, envuelta
en la multitud de tareas cotidianas que la docencia y la
vida le exigían, tal vez, insistía una y otra
vez, no habría tenido el coraje y la fortaleza de
dejar su vida anterior. El mal la eximía de pensar
demasiado, aliviaba las responsabilidades, la confrontaba
directamente con la finitud. ¿Qué más
daba un nuevo error?
– Se la veía feliz, es cierto. Fueron unos
años preciosos para ella. Acababa de divorciarse
de papá. Estaba rejuvenecida, era independiente.
Viajamos bastante juntas. Los recuerdo como los mejores
años de nuestra relación.
No le cuento, no le importa, que hace dos años que
no veo a papá, que tengo dos hermanos de ocho y seis
años, que su nueva mujer sólo tiene siete
más que yo. Mamá se sintió
aliviada cuando él encontró a Lucía,
menos culpable de haberlo dejado solo, pero yo no. Fue una
traición, papá abandonó a su familia
y construyó otra apenas seis meses después
de su divorcio. ¿Pensó alguna vez en mí?
Pero me reprocho estos pensamientos, como si no tuviera
derecho a tenerlos.
– Ella también los recuerda así. La
quería mucho. Siempre la tenía presente.
– ¿Entonces por qué decidió matarse?
– El cáncer volvió.
– ¿Cómo?, ¿cuándo?
– Hace un par de meses. No era una metástasis
del cáncer previo. Lo que le sucedió es algo
que sólo se da en un porcentaje insignificante de
casos, algo muy excepcional. Desarrolló un nuevo
tumor, un tumor cancerígeno del tamaño de
una canica que se instaló en la base de su cerebro,
y que comenzó a crecer. Al parecer, los médicos
con quienes consultó coincidían en que era
muy extraño que apenas tuviese algún síntoma
de su presencia; ni dolores de cabeza, confusión
mental pasajera, desorientación, vómitos o
pérdida de movilidad.
– ¿No sufría nada de eso?
– En absoluto, pero el tumor era incompatible con
la vida.
Se lo encontraron en una revisión rutinaria, continuó
Terje, y no quería pasar de nuevo por el proceso
que ya había sufrido durante el cáncer anterior.
Al parecer, el tumor se encontraba en el tronco encefálico,
un lugar extremadamente sensible. Había invadido
ya el cuerpo calloso que une ambos hemisferios, y estaba
muy diseminado por el resto del cerebro, por lo que la cirugía
se hacía impracticable.
– ¿Cuál fue exactamente el diagnóstico?
– Se trataba de un tumor cerebral primario, un glioblastoma
multiforme que había crecido a partir de los tejidos
que rodean las células nerviosas, invadiendo muy
rápidamente el tejido cerebral. Era muy invasivo,
los médicos lo calificaron de grado IV.
En ese tipo de tumores, me contó, la cirugía
es imposible, y la quimioterapia y la radioterapia, aunque
podrían mejorar su vida o alargarla –aunque
no por demasiado tiempo – , tendrían que ser
muy fuertes, y se negó a que se las administraran.
Podían quedarle entre tres y cuatro meses de vida.
– Estaba desahuciada –continuó Terje
– . Recuerdo que pronunciaba la palabra con gula.
Decía que desahuciar, en su idioma, es cuando a alguien
le quitan la casa porque no pagó la hipoteca o el
alquiler. Ella estaba desahuciada porque no había
pagado no sabía qué deudas con su cuerpo,
bromeaba. Entonces decidió hacer las cosas que le
interesaban antes de que los síntomas se lo impidiesen.
Su madre no estaba dispuesta a que su vida dependiese en
ningún caso de nadie.
- Eso ya lo sabía. Se propuso no ser nunca una carga
para mí. No tenía a otra persona que no fuese
yo y no deseaba que mi vida cambiase a causa de su enfermedad.
Pero jamás pensé que llevase tan lejos su
propósito.
- Estaba convencida de que era lo mejor. Le obsesionaba
la insistencia del cáncer en ella.
¿Por qué dos tumores?, era una pregunta que
no dejaba de hacerse. Había leído todo lo
que se ha publicado sobre el tema: el aumento de los tumores
craneales, las posibles causas, y no podía entender
lo que pasaba con sus células, por qué se
volvían contra ella.
¿Por qué sus células inútiles
se negaban a morir? Hasta que encontró la respuesta
en una supuesta vinculación de los tumores primarios,
como el suyo, con restos ectópicos de tejido
embrionario.
- ¿Restos embrionarios?
- Se trata de restos de células fetales que acaban
formando tumores, benignos o malignos.
- Su hermano gemelo.
- Eso fue lo que pensó.
- Dios mío, se volvió completamente loca…
- En absoluto, no he conocido a ninguna mujer más
cuerda que ella. Yo diría que se trataba de una locura
poética, un esfuerzo por darle sentido a esas preguntas
sin respuesta: ¿por qué el mal insiste dos
veces en el mismo cuerpo? No es fácil de aceptar.
El hermano gemelo era una explicación tolerable,
la dejaba más tranquila.
- ¿Sufrió?, quiero decir mientras le llegó
la muerte.
- En absoluto, estaba completamente sedada. Murió
durante el sueño.
- No entiendo, ¿para qué entonces expuso su
cuerpo al frío?
- Fue una excentricidad de Carlota – era la primera
vez que Terje la nombraba por su nombre.
Como si hasta ese momento no hubiese querido hacer prevalecer
su relación, los privilegios de un vínculo
que todavía no sabía en qué había
consistido, sobre nuestro parentesco, se
había referido a ella como su madre. Ahora, de repente,
era Carlota. El nombre de mamá, pronunciado por un
desconocido, se me antojó distinto –. Se le
ocurrió que ella no sufriría, pero que el
frío le haría sufrir a él. Fue una
pequeña e inocente venganza. Su madre se había
propuesto hacer hasta el final lo que le viniera en gana.
- Y lo hizo.
- Era una mujer libre.
Aquella noche, en el hotel, la sensación
de irrealidad no me abandonó. Había perdido
la noción del espacio y del tiempo. Me resultaba extraña
hasta mi presencia en aquella ciudad extranjera cubierta de
nieve. ¿Dónde estaba? Descorrí las cortinas
de la habitación para observar el mundo físico,
para anclarme en una realidad que se me hacía cada
vez más confusa; allí estaban la iglesia americana
de la acera de enfrente, sus tejados en pronunciada pendiente,
como el gorro de una bruja chiflada, el autobús treinta
y uno, rojo, que paraba regularmente bajo mi ventana. Estaba
separada de mi vida, como si la vida de mamá, la persona
misma de mamá, estuviera invadiéndome a mí
como a ella la invadió su letal hermano gemelo. Tenía
mil preguntas que hacerme, y otras tantas que hacerle a Terje,
alguien a quien apenas conocía, pero que se había
convertido en una persona tan importante para mí como
lo fue para ella. ¿Me estaba volviendo también
yo loca?
Lo llamé por teléfono.
– ¿Fue ella quien le ordenó que me contase
todo esto?
– Sí. No quería que sufriera innecesariamente.
– ¿Y no había otro modo de hacerlo?...
Yo… hubiera preferido que usted no existiera.
– Lo sé, pero Carlota no quería morir
sola. No era tan fuerte como crees. Ella…
necesitaba que alguien la abrazase en algunos momentos.
– ¿Sólo eso?
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Sólo quería que alguien la
abrazase?, ¿qué relación tenía
exactamente con ella? – Acabo de darme cuenta que
desde que estoy en esta ciudad, la palabra exactly es la
que más utilizo, todo es tan vago que busco como
una desesperada algo de certeza –.
¿Cuál es su trabajo, Terje?
– No voy a contestar a esas preguntas, creo que pertenecen
a la intimidad de su madre y a la mía.
– ….
– Me gustaría ir a la cabaña mañana.
– No está lejos. ¿Quiere que le acompañe?
– Mi vuelo sale por la tarde, no tendría tiempo
de ir hasta allí sola, no conozco el lugar. Se lo
agradecería.
– Muy bien, la llevaré.
La ropa de mamá es cálida,
protectora. Con ella, el frío está ahí,
enrojeciendo la punta de la nariz y las mejillas, pero no
penetra en el resto de mi cuerpo. Me visto tal y como supongo
que ella se habrá vestido cualquier día, cómoda
y abrigada, y tomo un taxi hasta la puerta de la Biblioteca
Nacional, de cuya fachada cuelga un cartel en blanco y negro
que anuncia una exposición de un fotógrafo noruego
del que nunca he oído hablar. Hace un sol espléndido,
el cielo está despejado, sin una sola nube. La ciudad
luce diferente bajo su luz. Más alegre, más
liviana. Llevo conmigo todo el equipaje porque no tendré
tiempo de volver al hotel antes de la salida de mi vuelo.
Esta mañana, después del desayuno, he descubierto
el misterio de las huellas de mi balcón. Un par de
operarios retiraban la nieve de los aleros y ventanas del
edificio subidos en una grúa hidráulica. Uno
de ellos la manejaba desde el camión, mientras el otro
se acercaba a la fachada metido en una especie de cubo oscilante
y barría la nieve tirándola hacia abajo. Sus
botas son tan grandes como las pisadas de mi supuesto vampiro.
Supongo que habrán sido ellos. De haberlo visto entonces
le hubiera invitado a entrar. Los vampiros necesitan ser invitados
para chuparte la sangre de por vida. Los operarios también,
supongo. El que manejaba la grúa era joven. En la selva
donde vivo hay vampiros cuyas alas miden casi medio metro.
De noche revolotean ciegos entre las copas de los árboles,
con sus bocas abiertas y voraces, tragando todo tipo de insectos.
Terje aparece puntualmente con un coche casi nuevo, que parece
de alquiler. Instala mi maleta y las de mamá en el
maletero y nos dirigimos hacia la salida este de la ciudad.
La nieve, a ambos lados de la autovía, está
sucia, ennegrecida por el humo de los coches. Vuelvo a mirarlo
como ayer, parece que hace siglos que nos conocemos, y me
resulta todavía más hermoso que la primera vez
que le vi. ¿Qué tiene este hombre que produce
tanta confianza? Su hermosura me intimida.
– ¿Cómo me encontró?, todavía
no me lo ha dicho.
– Carlota me dio su móvil, pero me comentó
que primero intentase localizarla en el mismo hotel donde
se había alojado ella. Creía que usted querría
saber dónde estuvo, y que podría encontrarle
allí. Y acertó.
– Es curioso. No podía imaginar que mamá
me conociese tanto, y yo a ella tan poco.
– Pasa con los padres, ¿no?, siempre nos produce
sorpresa saber qué o quienes son en realidad, quiero
decir, al margen de nosotros.
– Es cierto. ¿Tiene hijos?
– No.
Una vez que salimos de la ciudad, lo que se me antoja inusualmente
rápido, tal vez porque es sábado y la mayoría
de la gente está descansando, el paisaje se pinta de
un blanco resplandeciente. La nieve luce limpia, inmaculada,
cubriendo los campos y los árboles hasta donde llega
la vista. Su resplandor me hiere los ojos; me pongo las gafas
de sol. No hay demasiado tráfico, Noruega es un país
poco poblado. En el interior del vehículo se está
bien, huele a limpio, a recién estrenado. Me desprendo
de la bufanda, del abrigo y de los guantes, y escucho una
música suave, hipnótica.
– ¿Quién es?
– Fink – jamás he oído ese nombre,
pero hace mucho tiempo que estoy fuera del mundo y no me
sorprende.
Fink nos mece, melancólico, mientras recorremos los
escasos doce kilómetros que separan la cabaña
donde mamá murió de Oslo. Terje conduce suavemente,
y el coche no hace ruido. La sensación de irrealidad
no me abandona.
Cuando dejamos la carretera del pueblo para internarnos en
un bosque helado, apenas hemos intercambiado ninguna otra
palabra. La nieve cubre el camino, en el que se distinguen
vagamente huellas de otros coches. Terje tiene una cualidad
extraña, su silencio y su conversación son igual
de acogedores. Detiene el coche a cincuenta metros de una
construcción de madera idéntica a otras dos
que hemos ido dejando atrás. La fachada sólo
tiene una puerta y una ventana. Delante de la puerta, un pequeño
porche cubierto recorre el perímetro de la construcción,
a un metro y medio sobre el suelo. Contemplamos la cabaña
desde el interior de nuestro coche durantes unos instantes,
luego me envuelvo con el abrigo, la bufanda y los guantes,
y salgo al exterior. Llevo un gorro color tabaco que me cubre
el pelo, imagino que antes protegió la cabeza de mamá.
La lana conserva su perfume. La nieve está intacta,
no hay huellas en el trayecto. Parece que nadie haya vuelto
a alquilarla desde que lo hiciera ella. La última nevada
ha cubierto las señales de su paso, y todo resplandece,
impoluto. Una superficie mórbida y fría, en
la que mis pies se hunden unos diez centímetros, cubre
completamente el suelo, apenas horadada por lo que me parecen
pisadas de pájaro, y otras distintas, de algún
pequeño roedor. Camino despacio hacía el porche,
escuchando el agradable sonido de mis pasos, y subo los seis
escalones. A la izquierda, a los pies de un abeto, hay un
cubo de basura abierto en cuyo borde curiosea un cuervo encapuchado.
Tiene el cuerpo negro y gris, y baja y levanta nervioso su
cabeza sin reposo; luego me mira unos instantes y emprende
el vuelo. Estalactitas de hielo translúcidas decoran
la cornisa como una puntilla efímera. El silencio es
tal que puedo advertir la caída de cada una de las
gotas que, regularmente, se desprenden de la punta de la aguja
más larga y se congelan más abajo, sobre la
barandilla de madera. Corto un trozo de hielo y me lo llevo
a la boca.
Terje me observa desde el coche. Un par de mecedoras de lona
cubiertas con unas pieles, cuyo uso ya he advertido en la
ciudad, amueblaban, solitarias, uno y otro lado de la ventana,
que está cerrada, con las contraventanas protegiendo
el cristal.
– Podemos entrar, sé dónde está
la llave. ¿Quiere? – Terje ha llegado silenciosamente,
y sacude sus botas en el último escalón.
Asiento. Quiero ver el interior.
Encima de la puerta hay a un pequeño soporte de madera
que pasa fácilmente desapercibido sobre el que se encuentra
la llave. La introduce en la cerradura y abre la puerta. Yo
no me muevo. Espero a que abra también la ventana,
cosa que hace de inmediato, como si intuyese que yo no puedo
entrar en la habitación sin que el aire me anteceda
y la renueve. A través de la ventana contemplo el interior.
Todo es sencillo y agradable. La cama, amplia, cubierta con
un edredón en patchwork de colores alegres, la chimenea
con su leña elegantemente colocada a un lado, una pequeña
cocina con una barra que hace las veces de mesa, otra mesa
bajo la ventana, dos sillones confortables cubiertos por sendas
mantas… recupero mi talante enumerador de inmediato,
al enfrentarme al escenario del crimen. Sonrío. ¿Cómo
puedo conservar aún la ironía? Terje sale hasta
la puerta invitándome a entrar.
En esta habitación ha convivido con mi madre. ¿Han
dormido en la misma cama? Él podría ser su hijo,
podría ser mi hermano. Al fondo, a la derecha de un
pequeño pasillo que, supongo, conducirá al baño,
hay un diván y una cesta con revistas. Pudo haber dormido
allí, quiero pensar. Aunque, en última instancia,
¿qué me importa? La sexualidad de mamá
es cosa suya. Pienso en mi abstinencia de meses, absorta en
la reproducción de las tortugas baula. Mi piel está
seca, hace tiempo que he perdido la costumbre de pensar en
mi cuerpo.
No sé por qué me tumbo en la cama. Me dejo llevar
por una curiosidad impúdica, y me tumbo allí.
Mientras, Terje me mira desde la puerta. Cierro los ojos e
imagino lo que pudieron ser sus últimos pensamientos.
Transcurren unos minutos antes de que él hable. No
sé lo que siente, su calidez es una oferta, pero no
transmite sus emociones, él también parece olvidarse
de sí mismo para pensar en el otro, su reserva produce
un vacío en el que te alojas.
– Estaba sedada. Triplicó la dosis de somníferos
y analgésicos que le habían aconsejado tomar
si comenzaba a sufrir de insomnio o tenía dolor,
y se tumbó en la cama como tú estás
ahora. Estaba muy tranquila. Habíamos hablado durante
muchas horas y cada uno sabía lo que tenía
que hacer. Poco a poco, sus ojos se fueron cerrando y sus
manos, que mantenía entre las mías, se relajaron
completamente.
Habla con voz monótona, como si hubiese aprendido de
memoria lo que tiene que decir. Es una voz agradable que adormece.
– Apagué la calefacción, abrí
la ventana y llevé mi equipaje hasta el coche. Cuando
volví, Carlota dormía profundamente, revisé
que todo estaba como ella quería y salí de
aquí dejando la puerta abierta. Luego desaparecí.
Ella no quería que me relacionasen con lo que había
pasado, no quería causarme ningún problema.
– Me gustaría que me dejase unos minutos sola.
Por favor. Salga y deje la puerta y la ventana abiertas
tal y como hizo entonces.
Terje me mira, quizás sorprendido, pero no dice nada.
Se comporta como deseo que haga, entre él y yo no hay
que hacer ninguna aclaración, todo es sencillo, fluido.
No sé cómo lo consigue. Sus movimientos son
delicados. Es el frío, pienso, la nieve que amortigua
la brusquedad y el sonido, es su manto muelle que lentifica
la vida.
A los pocos minutos, el frío es lo único que
percibo. La inmovilidad acrecienta su percepción, lo
siento en cada milímetro de mi cuerpo, cubierto en
su totalidad por la ropa de abrigo. No puedo imaginar cómo
sería morir congelada. Saber que mamá estaba
dormida ha supuesto un alivio inmenso. Entre la ventana y
la puerta se establece una corriente de aire que circula sobre
la cama. Una sensación de humildad ontológica
me invade. La misma que experimento día tras día
allá abajo, en el otro lado del mundo frente al poder
de una naturaleza que despreciamos. El hermano gemelo de mamá
sintió cómo sus células se iban congelando
una a una hasta quedar completamente helado, hasta morir una
vez más. Tres veces había intentado asesinarlo
sin conseguirlo. Pero esta vez fue la definitiva. Mamá
era realmente ingeniosa. De alguna manera, había vencido
el cáncer. Era como un gladiador victorioso, que muere
sonriendo tras dar muerte a su rival.
Durante unos momentos siento la atracción de la nada;
dejarse llevar, abandonarse a un cansancio infinito y no despertar
nunca. ¿A quién le importa realmente que yo
viva, ahora que mamá no está? Pienso en la indiferencia
del mundo, sin mí. En mi insignificancia. ¿A
quién le importará la muerte de mamá
si yo muero?
Sin embargo, no lo aguanto más. El frío congestiona
mi cabeza, hiere el interior de mis fosas nasales, cuyas paredes
siento resecas. Me incorporo y salgo. Terje sigue en el coche
y, al verme, viene hasta donde estoy y me abraza en silencio.
Su cuerpo caliente aumenta de inmediato la temperatura del
mío. Es una sensación reconfortante a la que
no me abandono casi nunca. Carlota no es tan fuerte, necesita
sentir que alguien la abraza, me dijo cuando le conocí.
Cierra la cabaña, lo deja todo tal y como estaba, mientras
yo, protegida en el interior de su vehículo, recupero
el calor que he perdido. Me gustaría llevarme a Terje
conmigo. Lo pienso un instante. Morir junto a él, como
hizo mamá. Con su mano acogiendo la mía. Podría
amarlo infinitamente, fundirme con él como el sudor
de mi cuerpo se confunde con la humedad del aire en el trópico,
y no saber nada del mundo. Ser una tortuga baula que sigue
un patrón natural escrito en sus células desde
hace miles y miles de años, y unirme a él indefinidamente,
en una cópula muda. Pero no puede ser, mi alma está
congelada y temo que su belleza la descongele.
El tráfico ha aumentado y circulamos
a menor velocidad que a la ida. Terje vuelve a poner una música
envolvente, pero distinta a la de esta mañana. Me mira
y, como si supiera que voy a preguntarle de nuevo de quién
se trata, me informa, casi deletrea:
– Roi Nu.
Afuera, el paisaje sigue tan ajeno a nosotros como le es
propio.
– La conocí en el cementerio de la ciudad,
delante del memorial de Edvard Munch. – Comienza suavemente
a contarme, en uno de esos monólogos correctos y
desapasionados a los que ya me tiene acostumbrada. Cierro
los ojos y le escucho – .
Vivo cerca de allí y suelo pasear a mi perro por
el cementerio a la caída de la tarde. Es un sitio
muy concurrido. Solemos atravesarlo cientos de personas
cada día, camino del trabajo o de vuelta a casa.
No es un lugar solemne, se lo aseguro, más bien un
paseo cotidiano. Las meadas de los perros tiñen de
amarillo la nieve que rodea las tumbas sin que ni los muertos
ni los vivos se sientan ofendidos. Rufus es un Golden retriever,
un cachorro juguetón. Cuando la vi por primera vez,
Carlota introducía sus botas en la nieve en mitad
de una explanada. Parecía encantada de hacerlo, absorta
como una niña. Me imaginé el placer que podía
sentir porque yo lo he experimentado muchas veces, ese crujir
sordo de los cristales de hielo, la delicada resistencia
de la capa de nieve bajo tus pies… Rufus se le acercó
sin que pudiera impedirlo, y la olfateó, y ella,
en lugar de asustarse, lo acarició de inmediato.
Ça va, tu es mignon, le dijo en francés. Seguramente
asoció la lengua extranjera que conoce con el hecho
de estar en un país que no era el suyo. Sucede con
frecuencia. Yo me disculpé también en francés,
y seguimos caminando un trecho junto a Rufus.
Cuando llegamos a la verja de salida, Carlota se detuvo
y me miró directamente a los ojos. Me dijo: Joven,
¿le apetecería tomar conmigo un café?
Y le dije que sí. Eso fue todo. Me propuso que le
acompañara a la cabaña, que estuviera con
ella durante esos últimos quince días, y volví
a aceptar.
Mi madre murió cuando yo tenía ocho años.
No sé, quizás alguien más ducho pueda
adivinar por qué acepté lo que me proponía.
Yo no. El caso es que lo hice, y que he llegado hasta aquí.
Y, sobre todo, que no me arrepiento de nada.
– ¿Le gustaba mi madre, Terje?
– Sí. En cierto sentido sí.
Vuelvo la cabeza hacia la ventanilla, ruborizada. El aeropuerto
está a unos cincuenta kilómetros de donde
nos encontramos, Terje y yo no volvemos a hablar durante
el resto del trayecto.
El vuelo ha salido a la hora prevista. He
tenido tiempo de despedirme de Oslo, de dejar atrás
sus bosques nevados, fantasmales, el enigmático paisaje
del mar congelado de su fiordo. Cojo el bolso de entre mis
pies, donde lo dejé obedientemente al sentarme, debajo
del asiento del pasajero de delante, lo abro y saco mi móvil.
El avión se desliza por la pista de despegue acelerando
los motores. En esos momentos, mamá y yo solíamos
darnos la mano hasta que el aparato se estabilizaba a cientos
de metros sobre el suelo. En nuestro último viaje,
cuando ya tenía veintidós años, volvimos
a hacerlo, pero retiré la mía demasiado pronto,
avergonzada de nuestra intimidad. Ahora, su cuerpo viaja en
la bodega de este avión en un ataúd de metal
sellado.
Me dirijo a un país que una semana antes no tenía
pensado pisar hasta pasados un par de años, y en el
que habré de permanecer contra mi voluntad durante
algunas semanas porque todavía tengo importantes cosas
que hacer en él. Entre ellas, llamar a papá
y comunicarle la noticia.
Busco en la agenda de mi teléfono el número
de mamá, selecciono el icono Más,
reviso las opciones que me ofrece y, cuando el cursor colorea
en azul Eliminar
contacto, pulso decididamente el botón
central.
Luego repito la operación con el número de Terje,
mientras el estrépito de los motores anuncia el despegue.
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