Dentro de mí conviven, abocados
                      a una inmensa rutina sedentaria,
                      el yo que pienso y otro, el que parezco.
                      Un pacto, que firmaran con los ojos,
                      les conmina
                      a respirarse en cierta tolerancia,
                      y ambos han sido absueltos
                      de mencionar, siquiera,
                      cuál fue la última causa
                      que les diera la vida.
                    Cada uno tiene ya su enclave exacto:
                      el yo que pienso
                      habita, día y noche,
                      la intimidad de estas cuatro paredes.
                      Es semejante a un niño que olvidara crecer,
                      y por lo mismo
                      nada en el mar de una sabia ignorancia.
                      (“Acaso sea el invierno…
                      es razón suficiente para explicar el cosmos “)
                      Y balbucea. Ríe.
                      Se pierde en los espejos. Gesticula.
                      Colecciona recuerdos como si fueran conchas
                      que ha enterrado el olvido.
                    A veces llora, y viste el jersey gris
                      de la melancolía;
                      entonces toma un folio,
                      donde inicia el galope un sentimiento
                      y se hace reo de pertinaz tristeza,
                      hasta que traspapela la mirada
                      y descubre, cansado,
                      que afuera cae la lluvia
                      y mojan su perfil
                      unas livianas gotas de mi nube.
                    El que parezco
                      está en la calle de continuo.
                      Todos le conocéis
                      pues con todos comparte ese pan y esta sal
                      que, bajo el brazo, trae la vida;
                      las cotidianas dosis
                      de angustia existencial, trabajo y ruido.
                      Con él tropiezo,
                      una tarde cualquiera,
                      al doblar una esquina,
                      y tras justificarme torpemente
                      (Hallé la puerta abierta
                      y me aburría…”),
                      me despido gozoso y luego marcho
                      -el paso lento, sepultadas las manos
                      en los amplios bolsillos del vaquero-
                      a ver, sin más, el mundo por mis ojos.