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EL BUEN RECORTE

(relato sobre una operación de apendicitis)
Cuando subí al taxi sabía que era demasiado tarde. Entré medio doblado en el asiento, jadeando por el dolor, con una bolsa de basura que Jess me había dado en la mano - por si vomitaba- y ni con la menor intención de ponerme el cinturón de seguridad; quizás un choque frontal fuese una buena anestesia.

“Al centro de salud Los Geranios” dijo Jess. El taxista puso en marcha el taxímetro. 2€, vaya, sigue mal el día. Me habían dicho que un trayecto en taxi por Santa cruz de Tenerife rondaba los 2 euros y medio.
Seguramente, por godos, ya nos había empezado a contar con otra tarifa, justo la que esta por debajo de la de los guiris. Nunca me he fiado de los taxistas, siempre parece que te llevan en circunloquios a cada sitio, aunque bueno, parando a pensarlo, moverse por Bilbao en coche es hacer continuos rodeos. Nada como caminar. Pero esta vez me era imposible.

El aire entra a vendaval por la ventanilla del piloto. Aire fresco para un moribundo. Cierro los ojos y aguanto el dolor dejando que se me enfríen los sudores.

El taxi se para junto a un edificio. Al fondo hay una ambulancia y un cartel que reza “Urgencias”. Miro el taxímetro: 2,25€. Soy demasiado desconfiado; en Santa Cruz de Tenerife, siendo 3 o 4 personas, sale más barato el taxi que el autobús, comprobado. Salgo a duras penas, sujetando aún la bosa de basura aunque sepa que no voy a vomitar. La llevo por inercia, por cerrar el puño en torno a algo con fuerza y evadirme así de los cristales que se tambalean en mis tripas.

Cuando llego al umbral de la puerta, bajo el letrero, miro atrás. Jess aún esta en el taxi con la cartera en la mano. Ella o él no tendrán cambios, que más da, si son 2,25 €, dale 3 y vamos a acabar con esto, pienso. Decir no digo nada, hace varios minutos que sólo salen gemidos por mi garganta.

Entro en la sala de espera. Hay gente pero no me apetece simular que estoy bien, ni siquiera aparentar que no estoy tan mal. Miro a la ventanilla de información y se lo que me espera. La otra vez que fui con Jess al hospital estuvimos en torno a 40 minutos arreglando papeles: de donde eres, cuanto tiempo vas a estar en Tenerife, de quien eres beneficiario en la seguridad social… ¡40 minutos! Si espero 40 minutos con mis cristales en la tripa, acabaré hecho carne picada. Me asomo de nuevo a ver qué hace Jess: viene correteando desde el taxi; Jess corretea porque es bajita. Ella lleva toda mi documentación, así que le pido que se encargue de dar mis datos en el mostrador, que yo me ocupo de aguantar el dolor sin llorar como una niña. Me derrumbo sobre la silla y apoyo la mano en la contigua. Respiro superficialmente. A cada inhalación los cristales se mueven y se clavan en mil punzadas. Me han mirado, hace rato que la gente de la sala me esta mirando, y la señora del mostrador también ha asomado la cabeza por encima de la de Jess para echar un vistazo. Me estoy muriendo, déjame pasar sin acabar el papeleo, pienso, pero de nuevo no digo nada; pero ya se lo dice Jess, ella pelea mejor estas cosas que yo, las dependientas la suelen ver bajita, de esas que corretean, pero uuuuu, no tienen ni idea de la que les espera….

“Pasa por aquí” me dicen al de unos pocos minutos. Jess lo ha conseguido y continúa con el papeleo. Sigo a una señora con bata blanca, gafas y un pelo rubio lacio – una médico - hasta una sala. La médico se sienta frente a su ordenador y me pide que le cuente. “El dolor me empezó ayer a la noche. No sabía si eran gases o que, había comido fuera y pensé que me había sentado mal la comida. De madrugada se me pasó un poco y pude dormir una hora. Me volvía a despertar con dolor. Por la mañana vomité, me sentí algo aliviado, pero después de eso me ha ido doliendo más y más.” Se lo contaba apoyando las manos sobre su mesa, con la bolsa de basura del hipotético vómito aún asida a mi mano, esperando que me diese una solución rápida.

“Túmbate aquí”, la clásica camilla de imitación de cuero negro cubierta con papel de rollo me pareció una montaña. La médico me destapó el vientre y comenzó a palpar. Para mi sorpresa, el estómago, que era donde yo notaba el dolor continuamente, no me dolía a la presión. Los cristales se encontraban en la parte inferior derecha del vientre, en un punto concreto. Apretó y los sentí como hierro incandescente. Mientras tanto, gemía y me tapaba el rostro con el antebrazo. La médico volvió a apretar el foco del dolor. Mantuvo presión un segundo y soltó de golpe. Fue como si los cristales hubiesen estado sobre una cama elástica y saliesen entonces disparados en todas direcciones.


“Parece una apendicitis, tienes que ir al hospital” ¡Mierda! Al hospital. Lo había pensado en casa, había pensado en decirle a Jess que preguntase por el centro al que debíamos ir en el cual pudiesen tratarme, lo último que quería era andar pululando de un lugar a otro con ese dolor que siempre iba a más. “Y cómo voy a ir ¿por mis propios medios?” dije en tono agónico. “Claro, ¿cómo has venido?” “En taxi”. Silencio… Esperaba que se lo estuviese pensando ¿Cuánto tardaría un taxi en llegar? ¿Cuánto papeleo me esperaba en el hospital? ¿Cuánto tiempo de jadeos dolorosos sobre una silla de plástico en la sala de espera?

Me retorcía sobre la camilla rompiendo el papel de royo mientras la medico hablaba por teléfono. “Tenías que haber venido antes” ¡Qué ocurrente, ya lo sé, claro que tenía que haber venido antes! Pero cuántos dolores de tripa se pasan sin ser nada; vine cuando me di cuenta de que no era normal. Una vez más, no dije nada de esto, ni siquiera se si lo pensé en aquel momento, sólo deseaba que la médico se apiadase de mi y me mandase en ambulancia al hospital.

Me mandaron levantarme e ir hacia otra sala. “¿Esta bolsa era tuya?” La bolsa del vómito se encontraba completamente arrugada sobre la mesa de la medico. “Si, si, pero…” mascullé dando a entender que podía -si quería - suicidarse con ella.

Me tumbaron en otra camilla con otro papel de rollo que no aguantó demasiado. Tenia el abdomen completamente hinchado, desproporcionado, como el de una hormiga reina que aloja cientos de larvas en su interior. Pero mis larvas no tenían un orificio natural de salida, de modo que me estaban mordisqueando desde dentro. No me extrañaría que en cualquier momento empezase a salir por mi ombligo un volcán de pus seguido de cientos de larvas. En aquel momento pensé en Kafka, quizás me estuviera convirtiendo en alguna especie de insecto gigante, si es que no lo había sido siempre bajo esa falsa piel que reventaría de un momento a otro; esto explicaría muchas cosas.

“Ahora llega la ambulancia” ¡Al fin! “Firma aquí.” Jess acababa de terminar los papeles con la mujer de la entrada. Menos mal que le habían hecho caso en dejarme pasar antes de terminar todos los formularios. Parecía que me podía haber muerto en la sala de espera mientras me convertían en datos sobre papel.

La enfermera me ponía una vía mientras yo deambulaba por mi hormiguero. Estuve un tiempo a solas con él.

“Hola, somos los de la ambulancia” escuché. ¡Bien! La cosa no iba tan lenta, o al menos eso creí en aquel momento. Pensaba que en cuestión de segundos estaría dentro del vehículo, lanzado por la carretera a toda velocidad rumbo al hospital. “¿Cómo es su nombre?” “Anónimo Adrián” dijo Jess. “¿De nombre Adrián?” “No, David.” “Adrián de apellido.” “Si.” Y en estas estupideces anduvieron varios minutos, mientras las larvas de mi intestino me mordisqueaban con más ferocidad.

Me rodé de la camilla fija a la móvil como una lombriz partida por la mitad. En ese momento, consciente de que había aguantado el dolor de mi apendicitis hasta el limite de mis fuerzas por confundirlo con una indigestión, comencé a pensar en una peritonitis que se complicaba, en que quizás literalmente había ido demasiado tarde al hospital. Tumbado sobre la camilla, vi aparecer el cielo azul terciopelo de Tenerife surcado por un par de nubes ligeras. Uno debe morirse bajo el cielo, pensé, no importa si es bajo el cielo plomizo de Bilbao, o bajo el azul intenso del de Burgos cuando en verano ni una gota de humedad surca la atmosfera, o bajo el sedoso cielo canario; no importa, donde uno no puede morirse es bajo un techo blanco pintado a rodillo.

Cuando encajaron la camilla en los enganches de la ambulancia los cristales volvieron a vibrar; seguía jadeando a cada respiración. A mi lado, el otro hombre de la ambulancia escogía un tono para los mensajes de móvil: ladrido de perro, maullido de gato, gota de agua cayendo en una cueva, sonidos electrónicos… No me molestaban aquellos ruidos. La apendicitis había asumido el monopolio de mi irritación, y aunque lo encontrase bastante fuera de lugar, bien se podía haber puesto a jugar al tetris al son de esa eterna musiquilla. Quién sabe cuántas horas al día pasaría así, haciendo decenas de trayectos de 5 o 10 minutos en ambulancia, transportando a gente en estado agónico; él era un enfermo crónico, estaba enfermo de lunes a viernes más guardias, pero si bien no tuve fuerzas para enfadarme, tampoco las tuve para compadecerme de él.

En urgencias me soltaron entre un montón de camillas. Un viejo moribundo, momificado antes de muerto, con los carrillos hundidos y los pómulos sujetando la lacia piel que se hundía en su rostro, gemía por encima del resto. Gemía incluso por encima de mi dolor; allí supe que estaba en la cola de la muerte y que mi turno en el quirófano era tan próximo como cerca estuviese de esta, y que los recortes y otros moribundos más agudos alargarían mi espera quién sabía hasta cuando. Había familias con el cuerpo recogido en la angustia y enfermos sedentes o tumbados abarrotando los pasillos. Me dejaron perdido en el mar de camillas, a la espera de una atención que no llegaba, y mientras el tiempo pasaba contado a punzadas de dolor, en mi mente seguía la idea de que quizás se me estaba haciendo demasiado tarde.

En varias ocasiones me movieron de sitio sin darme explicaciones. El techo pasaba de largo, los gemidos de la vieja momia se alejaban y los de un niño comenzaban a desgarrar su garganta; pobre niño.

Introdujeron mi camilla en un pequeño recinto y cerraron una cortina tras de mi.

Dejaron allí a solas a mi abdomen de hormiga reina en una noble privacidad, y yo sabía que fuera estaba todo mi hormiguero impaciente porque fuese dando a luz a todas aquellas larvas. Como había visto en las películas, resoplaba para compensar el dolor creciente de las contracciones. El milagro de la vida, pensé, el milagro de la muerte, repitió un eco. Y las hormigas vitoreaban fuera el inminente nacimiento, porque vitorean como lloran los niños y como gimen los ancianos. Y yo pensé que aunque hubiese nacido para cumplir con aquel deber, quizás nadie me hubiese enseñado cómo debía hacerlo, quizás el dolor no era fruto de parto, sino de no saber parir; el mismo dolor de cuando no sabes tirarte un pedo.

Entonces entró tras la cortina el primer ángel. En realizad los ángeles siempre habían estado por ahí, pero no lo son realmente hasta que se dirigen a ti. Suelen ser muchachitas de 30 años, pero no te pongas celosa Jess, si bien la biblia miente cuando dice que los ángeles son asexuados, si que es cierto que son anafrodisíacos. Son ángeles, digo, porque traen el conocimiento y la simpatía para rescatarte de un desierto de dolor; tienen alas porque vienen volando hasta la cornisa de tu camilla, y traen aureolas de luz fluorescente sobre sus cabezas. Posan sus delicadas manos sobre tu cuerpo y te preguntan con su suave voz lo justo para poder ayudarte.

Pero los ángeles no hacen siempre lo que tú quieres o lo que más te gustaría, igual que el sabio no acostumbra a dar la respuesta que esperas; si fuese a la inversa, cualquiera podría ser ángel o sabio. De modo que este ángel, de verde quirúrgico, se dispuso a repetirme la dolorosa palpación en busca de mis larvas. Una vez más, mantuvo la presión sobre mi apéndice, levantó la mano de golpe, y de nuevo los cristales de la cama elástica se lanzaron contra el interior de mis tripas. Me retorcí de dolor.

Tras la primera aparición angelical estaba exhausto. Un segundo ángel entró volando y me puso, como dicen los ángeles en Tenerife, “un calmantito”. El fluido manó del frasco hasta mis venas; entretuvo a las larvas con alguna danza exótica y me dormí.

Pasaron 12 horas desde que bajé al centro de salud hasta que entré a quirófano; unas transcurrieron a la deriva por los pasillos, otras charlando con Jess - que la pobre aguantaba mientras la iban echando y dejando entrar de forma intercalada-y otras entre unas cortinas donde ya me había hecho a la idea de pasar la noche.

Cuando entré en la antesala del quirófano, una familia se abrazaba en torno a un montón de mantas enrolladas que debían ser un recién nacido. Lloraban las mujeres y un par de hombres miraban sin decir nada. “Mi hijo” gemía “qué bonitos es, ¡es mi hijo!”. La puerta estaba entre abierta y una mujer sonriente que no lloraba miró través de ella e hizo gestos para que pasasen los que esperaban al otro lado mientras decía algo de “el abuelo”. Un hombre entrado en edad abrió las puertas de golpe. “!Mi nieto, dejadme ver a mi nieto!” gritaba abriéndose paso entre los familiares como si aquel rollo de mantas recién conocido fuese lo que más amaba en el mundo.

Yo sonreía mientras miraba con descaro; varios “calmantitos” habían hecho su efecto y podía permitirme observar algo más que mi dolor interno.

Cuando entré al quirófano me hicieron un par de bromas malas, unas por parte del anestesista y otras del hombre que debía rasurarme el bello que pudiera tener en torno a la futura herida. Me reí como se ríen las bromas malas, sin ganas y por compromiso, porque la verdad es que yo no estaba ni para los mejores chistes y, aunque no querían más que ayudarme a evadirme, había sido más tranquilizador que las personas que iban a hurgarme las tripas no hablasen sobre “Resacón en las Vegas” mientras yo estaba todavía consciente.

relatos escritos por Anónimo: El buen recorte (II)



Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras