El aire entra a vendaval por la ventanilla del piloto.
Aire fresco para un moribundo. Cierro los ojos y aguanto
el dolor dejando que se me enfríen los sudores.
El taxi se para junto a un edificio. Al fondo hay una ambulancia
y un cartel que reza “Urgencias”. Miro el taxímetro:
2,25€. Soy demasiado desconfiado; en Santa Cruz de
Tenerife, siendo 3 o 4 personas, sale más barato
el taxi que el autobús, comprobado. Salgo a duras
penas, sujetando aún la bosa de basura aunque sepa
que no voy a vomitar. La llevo por inercia, por cerrar el
puño en torno a algo con fuerza y evadirme así
de los cristales que se tambalean en mis tripas.
Cuando llego al umbral de la puerta, bajo el letrero, miro
atrás. Jess aún esta en el taxi con la cartera
en la mano. Ella o él no tendrán cambios,
que más da, si son 2,25 €, dale 3 y vamos a
acabar con esto, pienso. Decir no digo nada, hace varios
minutos que sólo salen gemidos por mi garganta.
Entro en la sala de espera. Hay gente pero no me apetece
simular que estoy bien, ni siquiera aparentar que no estoy
tan mal. Miro a la ventanilla de información y se
lo que me espera. La otra vez que fui con Jess al hospital
estuvimos en torno a 40 minutos arreglando papeles: de donde
eres, cuanto tiempo vas a estar en Tenerife, de quien eres
beneficiario en la seguridad social… ¡40 minutos!
Si espero 40 minutos con mis cristales en la tripa, acabaré
hecho carne picada. Me asomo de nuevo a ver qué hace
Jess: viene correteando desde el taxi; Jess corretea porque
es bajita. Ella lleva toda mi documentación, así
que le pido que se encargue de dar mis datos en el mostrador,
que yo me ocupo de aguantar el dolor sin llorar como una
niña. Me derrumbo sobre la silla y apoyo la mano
en la contigua. Respiro superficialmente. A cada inhalación
los cristales se mueven y se clavan en mil punzadas. Me
han mirado, hace rato que la gente de la sala me esta mirando,
y la señora del mostrador también ha asomado
la cabeza por encima de la de Jess para echar un vistazo.
Me estoy muriendo, déjame pasar sin acabar el papeleo,
pienso, pero de nuevo no digo nada; pero ya se lo dice Jess,
ella pelea mejor estas cosas que yo, las dependientas la
suelen ver bajita, de esas que corretean, pero uuuuu, no
tienen ni idea de la que les espera….
“Pasa por aquí” me dicen al de unos
pocos minutos. Jess lo ha conseguido y continúa con
el papeleo. Sigo a una señora con bata blanca, gafas
y un pelo rubio lacio – una médico - hasta
una sala. La médico se sienta frente a su ordenador
y me pide que le cuente. “El dolor me empezó
ayer a la noche. No sabía si eran gases o que, había
comido fuera y pensé que me había sentado
mal la comida. De madrugada se me pasó un poco y
pude dormir una hora. Me volvía a despertar con dolor.
Por la mañana vomité, me sentí algo
aliviado, pero después de eso me ha ido doliendo
más y más.” Se lo contaba apoyando las
manos sobre su mesa, con la bolsa de basura del hipotético
vómito aún asida a mi mano, esperando que
me diese una solución rápida.
“Túmbate aquí”, la clásica
camilla de imitación de cuero negro cubierta con
papel de rollo me pareció una montaña. La
médico me destapó el vientre y comenzó
a palpar. Para mi sorpresa, el estómago, que era
donde yo notaba el dolor continuamente, no me dolía
a la presión. Los cristales se encontraban en la
parte inferior derecha del vientre, en un punto concreto.
Apretó y los sentí como hierro incandescente.
Mientras tanto, gemía y me tapaba el rostro con el
antebrazo. La médico volvió a apretar el foco
del dolor. Mantuvo presión un segundo y soltó
de golpe. Fue como si los cristales hubiesen estado sobre
una cama elástica y saliesen entonces disparados
en todas direcciones.
“Parece una apendicitis, tienes que ir al hospital”
¡Mierda! Al hospital. Lo había pensado en casa,
había pensado en decirle a Jess que preguntase por
el centro al que debíamos ir en el cual pudiesen
tratarme, lo último que quería era andar pululando
de un lugar a otro con ese dolor que siempre iba a más.
“Y cómo voy a ir ¿por mis propios medios?”
dije en tono agónico. “Claro, ¿cómo
has venido?” “En taxi”. Silencio…
Esperaba que se lo estuviese pensando ¿Cuánto
tardaría un taxi en llegar? ¿Cuánto
papeleo me esperaba en el hospital? ¿Cuánto
tiempo de jadeos dolorosos sobre una silla de plástico
en la sala de espera?
Me retorcía sobre la camilla rompiendo el papel
de royo mientras la medico hablaba por teléfono.
“Tenías que haber venido antes” ¡Qué
ocurrente, ya lo sé, claro que tenía que haber
venido antes! Pero cuántos dolores de tripa se pasan
sin ser nada; vine cuando me di cuenta de que no era normal.
Una vez más, no dije nada de esto, ni siquiera se
si lo pensé en aquel momento, sólo deseaba
que la médico se apiadase de mi y me mandase en ambulancia
al hospital.
Me mandaron levantarme e ir hacia otra sala. “¿Esta
bolsa era tuya?” La bolsa del vómito se encontraba
completamente arrugada sobre la mesa de la medico. “Si,
si, pero…” mascullé dando a entender
que podía -si quería - suicidarse con ella.
Me tumbaron en otra camilla con otro papel de rollo que
no aguantó demasiado. Tenia el abdomen completamente
hinchado, desproporcionado, como el de una hormiga reina
que aloja cientos de larvas en su interior. Pero mis larvas
no tenían un orificio natural de salida, de modo
que me estaban mordisqueando desde dentro. No me extrañaría
que en cualquier momento empezase a salir por mi ombligo
un volcán de pus seguido de cientos de larvas. En
aquel momento pensé en Kafka, quizás me estuviera
convirtiendo en alguna especie de insecto gigante, si es
que no lo había sido siempre bajo esa falsa piel
que reventaría de un momento a otro; esto explicaría
muchas cosas.
“Ahora llega la ambulancia” ¡Al fin!
“Firma aquí.” Jess acababa de terminar
los papeles con la mujer de la entrada. Menos mal que le
habían hecho caso en dejarme pasar antes de terminar
todos los formularios. Parecía que me podía
haber muerto en la sala de espera mientras me convertían
en datos sobre papel.
La enfermera me ponía una vía mientras yo
deambulaba por mi hormiguero. Estuve un tiempo a solas con
él.
“Hola, somos los de la ambulancia” escuché.
¡Bien! La cosa no iba tan lenta, o al menos eso creí
en aquel momento. Pensaba que en cuestión de segundos
estaría dentro del vehículo, lanzado por la
carretera a toda velocidad rumbo al hospital. “¿Cómo
es su nombre?” “Anónimo Adrián”
dijo Jess. “¿De nombre Adrián?”
“No, David.” “Adrián de apellido.”
“Si.” Y en estas estupideces anduvieron varios
minutos, mientras las larvas de mi intestino me mordisqueaban
con más ferocidad.
Me rodé de la camilla fija a la móvil como
una lombriz partida por la mitad. En ese momento, consciente
de que había aguantado el dolor de mi apendicitis
hasta el limite de mis fuerzas por confundirlo con una indigestión,
comencé a pensar en una peritonitis que se complicaba,
en que quizás literalmente había ido demasiado
tarde al hospital. Tumbado sobre la camilla, vi aparecer
el cielo azul terciopelo de Tenerife surcado por un par
de nubes ligeras. Uno debe morirse bajo el cielo, pensé,
no importa si es bajo el cielo plomizo de Bilbao, o bajo
el azul intenso del de Burgos cuando en verano ni una gota
de humedad surca la atmosfera, o bajo el sedoso cielo canario;
no importa, donde uno no puede morirse es bajo un techo
blanco pintado a rodillo.
Cuando encajaron la camilla en los enganches de la ambulancia
los cristales volvieron a vibrar; seguía jadeando
a cada respiración. A mi lado, el otro hombre de
la ambulancia escogía un tono para los mensajes de
móvil: ladrido de perro, maullido de gato, gota de
agua cayendo en una cueva, sonidos electrónicos…
No me molestaban aquellos ruidos. La apendicitis había
asumido el monopolio de mi irritación, y aunque lo
encontrase bastante fuera de lugar, bien se podía
haber puesto a jugar al tetris al son de esa eterna musiquilla.
Quién sabe cuántas horas al día pasaría
así, haciendo decenas de trayectos de 5 o 10 minutos
en ambulancia, transportando a gente en estado agónico;
él era un enfermo crónico, estaba enfermo
de lunes a viernes más guardias, pero si bien no
tuve fuerzas para enfadarme, tampoco las tuve para compadecerme
de él.
En urgencias me soltaron entre un montón de camillas.
Un viejo moribundo, momificado antes de muerto, con los
carrillos hundidos y los pómulos sujetando la lacia
piel que se hundía en su rostro, gemía por
encima del resto. Gemía incluso por encima de mi
dolor; allí supe que estaba en la cola de la muerte
y que mi turno en el quirófano era tan próximo
como cerca estuviese de esta, y que los recortes y otros
moribundos más agudos alargarían mi espera
quién sabía hasta cuando. Había familias
con el cuerpo recogido en la angustia y enfermos sedentes
o tumbados abarrotando los pasillos. Me dejaron perdido
en el mar de camillas, a la espera de una atención
que no llegaba, y mientras el tiempo pasaba contado a punzadas
de dolor, en mi mente seguía la idea de que quizás
se me estaba haciendo demasiado tarde.
En varias ocasiones me movieron de sitio sin darme explicaciones.
El techo pasaba de largo, los gemidos de la vieja momia
se alejaban y los de un niño comenzaban a desgarrar
su garganta; pobre niño.
Introdujeron mi camilla en un pequeño recinto y
cerraron una cortina tras de mi.
Dejaron allí a solas a mi abdomen de hormiga reina
en una noble privacidad, y yo sabía que fuera estaba
todo mi hormiguero impaciente porque fuese dando a luz a
todas aquellas larvas. Como había visto en las películas,
resoplaba para compensar el dolor creciente de las contracciones.
El milagro de la vida, pensé, el milagro de la muerte,
repitió un eco. Y las hormigas vitoreaban fuera el
inminente nacimiento, porque vitorean como lloran los niños
y como gimen los ancianos. Y yo pensé que aunque
hubiese nacido para cumplir con aquel deber, quizás
nadie me hubiese enseñado cómo debía
hacerlo, quizás el dolor no era fruto de parto, sino
de no saber parir; el mismo dolor de cuando no sabes tirarte
un pedo.
Entonces entró tras la cortina el primer ángel.
En realizad los ángeles siempre habían estado
por ahí, pero no lo son realmente hasta que se dirigen
a ti. Suelen ser muchachitas de 30 años, pero no
te pongas celosa Jess, si bien la biblia miente cuando dice
que los ángeles son asexuados, si que es cierto que
son anafrodisíacos. Son ángeles, digo, porque
traen el conocimiento y la simpatía para rescatarte
de un desierto de dolor; tienen alas porque vienen volando
hasta la cornisa de tu camilla, y traen aureolas de luz
fluorescente sobre sus cabezas. Posan sus delicadas manos
sobre tu cuerpo y te preguntan con su suave voz lo justo
para poder ayudarte.
Pero los ángeles no hacen siempre lo que tú
quieres o lo que más te gustaría, igual que
el sabio no acostumbra a dar la respuesta que esperas; si
fuese a la inversa, cualquiera podría ser ángel
o sabio. De modo que este ángel, de verde quirúrgico,
se dispuso a repetirme la dolorosa palpación en busca
de mis larvas. Una vez más, mantuvo la presión
sobre mi apéndice, levantó la mano de golpe,
y de nuevo los cristales de la cama elástica se lanzaron
contra el interior de mis tripas. Me retorcí de dolor.
Tras la primera aparición angelical estaba exhausto.
Un segundo ángel entró volando y me puso,
como dicen los ángeles en Tenerife, “un calmantito”.
El fluido manó del frasco hasta mis venas; entretuvo
a las larvas con alguna danza exótica y me dormí.
Pasaron 12 horas desde que bajé al centro de salud
hasta que entré a quirófano; unas transcurrieron
a la deriva por los pasillos, otras charlando con Jess -
que la pobre aguantaba mientras la iban echando y dejando
entrar de forma intercalada-y otras entre unas cortinas
donde ya me había hecho a la idea de pasar la noche.
Cuando entré en la antesala del quirófano,
una familia se abrazaba en torno a un montón de mantas
enrolladas que debían ser un recién nacido.
Lloraban las mujeres y un par de hombres miraban sin decir
nada. “Mi hijo” gemía “qué
bonitos es, ¡es mi hijo!”. La puerta estaba
entre abierta y una mujer sonriente que no lloraba miró
través de ella e hizo gestos para que pasasen los
que esperaban al otro lado mientras decía algo de
“el abuelo”. Un hombre entrado en edad abrió
las puertas de golpe. “!Mi nieto, dejadme ver a mi
nieto!” gritaba abriéndose paso entre los familiares
como si aquel rollo de mantas recién conocido fuese
lo que más amaba en el mundo.
Yo sonreía mientras miraba con descaro; varios “calmantitos”
habían hecho su efecto y podía permitirme
observar algo más que mi dolor interno.
Cuando entré al quirófano me hicieron un
par de bromas malas, unas por parte del anestesista y otras
del hombre que debía rasurarme el bello que pudiera
tener en torno a la futura herida. Me reí como se
ríen las bromas malas, sin ganas y por compromiso,
porque la verdad es que yo no estaba ni para los mejores
chistes y, aunque no querían más que ayudarme
a evadirme, había sido más tranquilizador
que las personas que iban a hurgarme las tripas no hablasen
sobre “Resacón en las Vegas” mientras
yo estaba todavía consciente.