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EL BUEN RECORTE

( Segunda parte del relato sobre una operación de apendicitis)

Cuando me desperté me avasallaron a preguntas, muchas sobre como me encontraba, cómo me sentía. No recuerdo con claridad qué sucedía. Estaba en una sala oscura rodeado de maquinas que hablaban sobre mis constantes vitales, el personal me tomaban la temperatura a cada rato, sudaba, me dolían todos los músculos, eran las 4 de la mañana – podía verse en un reloj de esos asépticos, propios de hospitales y cocinas, con el canto de acero y los números grandes- y yo me despertaba y dormía de forma intermitente.
El tipo de los chistes sobre “Resacón en las Vegas”, el anestesista, venía a cada rato a hablar con el compañero que me tomaba la temperatura y revisaba los datos de los monitores. Cuchicheaban unas cosas y se iba. Cuando me sentí con fuerzas le pregunté a ver qué había pasado.

Desde que me había despertado le encontraba más preocupado que a mi madre cuando le dije que me iba a Lanzarote en cuanto me diesen el alta, y ya es decir. Una mala reacción a la anestesia, me dijo. Había dado parcialmente un cuadro médico que solo dan 1 entre 300.000 mil personas. ¡Qué horrenda exclusividad! Y por ello les había dado un buen susto.

Una vez estabilizado, me trasladaron a otro rincón donde podía ver – ya de día- el frenesí de los trabajadores del hospital, los médicos yendo y viniendo, las enfermeras, los teléfonos sonando… Allí estuve varias horas porque no había camas libres – benditos recortes en sanidad que provocan desde incomodidad hasta muerte- bastante aliviado por los calmantes y la ausencia ya de esa sensación de hinchazón, asaltado por la música de Amaral que sonaba por los altavoces de techo.

Fue bastante curioso el baño que me dieron sobre la misma cama entre un enfermero y una enfermera, o auxiliares, no lo se. El hombre era licenciado en bellas artes y hablaba alto y mucho. Había compartido clase con alumnos que ahora eran ya, algunos, profesores: “era un trepa” me dijo sobre uno. No era nacionalista porque le gustaba mucho viajar y le encantaría ir al País Vasco, había visto ya el resto de la costa cantábrica, pero no se había atrevido; le animé a hacerlo. Pero lo interesante fue el baño. Trajeron dos enormes regaderas de plástico, una amarilla y otra verde, exactamente las mismas que usa un jardinero, y me regaron con el agua tibia de una en primer lugar. Me frotaron el cuerpo y me dieron una esponja para que yo me frotase la poya que estaba, por cierto, ensartada en una sonda de más de medio centímetro de diámetro. Me aclararon y después me ayudaron a ponerme de canto y me frotaron la espalda para aclarármela también a continuación. Me secaron y recogieron el agua de la camilla con las sábanas usadas y, estando yo aún de lado, fueron poniendo las nuevas por el otro extremo. Me rodaron hacia las sábanas limpias y terminaron de ponerlas. En tres minutos, con un proceso bien estudiado y mientras hablábamos de arte, me habían bañado y habían cambiando la sábanas sin apenas moverme.

Al de unas horas me llevaron a la habitación en la que me recuperaría, supuestamente durante los próximos 3 o 4 días, pero acabaron siendo más.
Entre otras cosas, debía sentarme unos minutos al día y andar hasta el baño y hasta la ventana de la habitación para que las tripas “se vayan moviendo y no se peguen ” , dijo la médico. Que imagen más alentadora… Así que les hice caso y con la poya ensartada – reducida a su mínima expresión, deprimida como quizás no me la vuelva a ver hasta los setenta – con la vena asaltada por la vía y la raja en el costado, agarraba la bolsa de orina en una mano y Jess empujaba el palo de los sueros mientras me desplazaba lentamente a cada lugar. A cada paso, la sonda se balanceaba.

En una ocasión, sentado en la butaca de la habitación destinada a los familiares que quieren pasar la noche junto al paciente – butacas de plástico negro imitación cuero – dejé la bolsa de la orina apoyada en el suelo. Alguien en el pasillo arrastró una silla hacia atrás, como esas veces que te levantas y la empujas con las pantorrillas; pues bien, la vibración de la silla viajó por el suelo hasta mi bolsa de orina, ascendió por la sonda e hizo una estridente resonancia en mi meato que me hizo aborrecer todas las pantorrillas empujadoras de sillas. Desde entonces, mantuve a bolsa de orina en el aire.

Los días pasaron así, lentos, pero al menos tenía a Jess a mi servicio, tapándome los pies cuando se salían fuera de la sábana, cortándome el pollo cuando pude empezar a comer y manteniendo a raya a los médicos que se escapaban sin dar explicciones. La primera vez que fui a ducharme me quité el pijama frente al espejo del cuarto de baño con la ayuda de Jess y me encontré con una penosa imagen: encorvado por la tensión de la herida, con la poya empalada en la sonda y la raja cosida por ocho grapas sonriéndome como un adolescente con brackets. Me mareé un tanto, pero pude sentarme en la banqueta metálica para que Jess me duchase.

Debido a mi desafortunada exclusividad de 1 entre 300.000, comencé a recibir visitas, ya no sólo del cirujano, sino también de los nefrólogos y de los neurólogos. Uno de los neurólogos, creo que fue el segundo que vino – cada día venía uno- entró a la habitación con una sonrisa radiante, sonrisa que en aquel contexto se volvía demente. Era un tipo simpático que derrochaba felicidad y que la lanzaba en todas direcciones con sus manos cuando hablaba. No es que me caigan mal las personas felices, que son estupendas, pero ahí postrado en la cama y con la poya ensartada en la sonda, se me hacía algo extraña aquella actitud; o quizás fuese porque era neurólogo, y ya se sabe que los médicos siempre ensayan consigo mismos – tal y como mi anestesista, el de “Resacón en las Vegas”, que me describía los efectos de cada anestésico mientras me los ponía y yo se los traducía en número de copas; me lo imaginé con total nitidez como al médico de “Las normas de la casa de la sidra”, adicto al éter, sólo le falto decir mientras me desvanecía “!Buenas noches príncipe de Maine, rey de Nueva Inglaterra!”- pues bien, así como los médicos son sus principales pacientes, quien sabe si ese neurólogo no se había abierto las tapas de los sesos para trastear hasta conseguir esbozarse una sonrisa multicontextual; quien sabe.

El caso es que después de hacerme mil pruebas de reflejos que sólo una persona deficiente podía fallar – “Oye, que estoy bien” le dije, porque la sencillez de aquellas pruebas a las que el creía que debía someterme me hizo suponer que consideraba que estaba bastante jodido – me lanzó una batería de preguntas. Que a ver si me cansaba en el colegio más que los demás, que a ver si tenia familiares con problemas de movilidad, que a ver si no podía hacer deporte con mucho calor, que a ver si tenía más agujetas que los demás… así decenas de preguntas. Y las respuestas eran no, “siempre he sido una persona bastante activa, con buenos resultados en el deporte”.

Aun después de que todas las pruebas y preguntas que me hizo no aportasen nada de luz -ya sabía yo que estaba loco - sentenció que tenía una enfermedad muscular y que debía hacerme pruebas para determinar cual. “¿Enfermedad muscular? Pero si yo entreno seis días a la semana en torno a 3 horas al día y siempre en deporte y jugando en el recreo y en el pueblo me ha ido bien, he tenido buen rendimiento físico; no lo entiendo”. Entonces el neurólogo dibujó un ataúd y le dio alas. “Hay enfermedades musculares genéticas que están latentes hasta los 30 o 40 años y que a partir de ahí empiezan a manifestarse”. Y el ataúd, que yo lo tenía guardado bien lejos, más allá de los setenta, comenzó a sobrevolar una franja mucho más joven, y comencé a imaginarme con muletas a los 30 o a los 40, postrado ya a los 50. Y el neurólogo loco jugaba con el ataúd como si fuese una marioneta y lo zarandeaba de un lado a otro, siempre sonriente. Comencé a ver mi vida como un segmento de tiempo: en una rayita comenzaba, en otra me encontraba en este preciso momento y sobre una porción enorme el removedor de neuronas hacía elucubraciones gratuitas. El tipo se fue, “encantado” dijo. Todo un placer… Para Jess también lo fue; ahí de pies escuchaba atónita las demencias del neurólogo.
Unos días más tarde, tras varias visitas curiosas como esta, vino un anestesista, uno que dijo haber estado en la operación pero que yo no reconocí, “como persona particular” dijo. Mi 1 entre 300.000 me había convertido en un objeto de estudio – hay veces que es mejor pasar inadvertido – y el hombre venía a informarse, a saber si me iba a hacer más pruebas y si él podría conocer los resultados, venía también para asegurarse de que en el informe pusiese que recomendaban no anestesiarme con ciertos productos. Le dije que me haría el resto de pruebas en Bilbao y se sintió decepcionado; el ratoncillo de laboratorio se escapaba de viaje… Le di mi número de teléfono y me dijo que me llamaría en un par de meses.

A partir de esta extraña visita y después de que me hiciesen una prueba neurológica sin avisarme, comencé a sentirme de veras como un ratoncillo. Me dieron unos pequeños calambres por el cuerpo y me clavaron una aguja y me pedían que contrajese el músculo; de nuevo caricias medicinales. “Aprieta, aprieta, que claro que se va a hincar” me decía la médico al verme que lo hacía con timidez; cómo se nota a quien no están atravesando un músculo tras otro con una aguja. Cuando contraía, la máquina sonaba como una ametralladora de la primera guerra mundial en una película antigua.

Desde que me pusieron la sonda cuando ya estaba medio despierto – recuerdo a medias mis quejidos - quitármela fue casi una obsesión; por un lado estaba ansioso por deshacerme de ese trasto, pero tengo que reconocer que aun siendo un valiente estudiante de bellas artes – que hay que tener un par de huevos tal y como están las cosas – la idea de extraer el tubo podía, tal vez, darme un ligero miedo. Jess, que quizás estaba más preocupada que yo porque mi poya de octogenario se quedase así para siempre, insistía a cada médico intentando descubrir cuánto faltaba para que me la quitasen. Se ve que se encontraba sujeta por una bola llena de suero que hinchaban después de ponerla y hacia de tope, no sé, quizás en la vejiga. La verdad es que la mitad de las enfermeras que habían pasado por mi habitación me habían visto la poya – o lo que quedaba de ella después de empalarla – y lo cierto es que me daba igual, el pudor se pierde cuando hay otras cosas más importantes, era por eso o por la anafrodisia de los ángeles, no lo se; aunque bueno, realmente la ausencia de sexualidad no era suya, sino mía, o más bien de mi poya venida a menos. El caso es que la enfermera desinfló la supuesta bola de suero y tiró hasta sacar el gigantesco tubo rozándome todo el interior del meato. Otra perla, vamos. Pero la verdad es que merece la pena, te quitas un peso de encima, es como levar ancla. Y desde entonces mi poya fue recobrando su jovialidad.
Entre una cosa y otra, me dieron el alta al de nueve días. Nueve largos día en los que cayó una novela, un Jueves de arriba abajo, y cinco películas que iban desde el cine surrealista alemán de Fritz Lang, hasta “V de vendetta”.

Al salir a la calle el aire se respiraba distinto. Me sentía débil, minusválido, como hacía años que no me encontraba. Comparado con el discóbolo que había entrado, salía médicamente en estado correcto, es decir, hecho una piltrafa.

relatos escritos por Anónimo: Alegoría de las tres musas



Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras