Desde que me había despertado le encontraba más
preocupado que a mi madre cuando le dije que me iba a Lanzarote
en cuanto me diesen el alta, y ya es decir. Una mala reacción
a la anestesia, me dijo. Había dado parcialmente
un cuadro médico que solo dan 1 entre 300.000 mil
personas. ¡Qué horrenda exclusividad! Y por
ello les había dado un buen susto.
Una vez estabilizado, me trasladaron a otro rincón
donde podía ver – ya de día- el frenesí
de los trabajadores del hospital, los médicos yendo
y viniendo, las enfermeras, los teléfonos sonando…
Allí estuve varias horas porque no había camas
libres – benditos recortes en sanidad que provocan
desde incomodidad hasta muerte- bastante aliviado por los
calmantes y la ausencia ya de esa sensación de hinchazón,
asaltado por la música de Amaral que sonaba por los
altavoces de techo.
Fue bastante curioso el baño que me dieron sobre
la misma cama entre un enfermero y una enfermera, o auxiliares,
no lo se. El hombre era licenciado en bellas artes y hablaba
alto y mucho. Había compartido clase con alumnos
que ahora eran ya, algunos, profesores: “era un trepa”
me dijo sobre uno. No era nacionalista porque le gustaba
mucho viajar y le encantaría ir al País Vasco,
había visto ya el resto de la costa cantábrica,
pero no se había atrevido; le animé a hacerlo.
Pero lo interesante fue el baño. Trajeron dos enormes
regaderas de plástico, una amarilla y otra verde,
exactamente las mismas que usa un jardinero, y me regaron
con el agua tibia de una en primer lugar. Me frotaron el
cuerpo y me dieron una esponja para que yo me frotase la
poya que estaba, por cierto, ensartada en una sonda de más
de medio centímetro de diámetro. Me aclararon
y después me ayudaron a ponerme de canto y me frotaron
la espalda para aclarármela también a continuación.
Me secaron y recogieron el agua de la camilla con las sábanas
usadas y, estando yo aún de lado, fueron poniendo
las nuevas por el otro extremo. Me rodaron hacia las sábanas
limpias y terminaron de ponerlas. En tres minutos, con un
proceso bien estudiado y mientras hablábamos de arte,
me habían bañado y habían cambiando
la sábanas sin apenas moverme.
Al de unas horas me llevaron a la habitación en
la que me recuperaría, supuestamente durante los
próximos 3 o 4 días, pero acabaron siendo
más.
Entre otras cosas, debía sentarme unos minutos al
día y andar hasta el baño y hasta la ventana
de la habitación para que las tripas “se vayan
moviendo y no se peguen ” , dijo la médico.
Que imagen más alentadora… Así que les
hice caso y con la poya ensartada – reducida a su
mínima expresión, deprimida como quizás
no me la vuelva a ver hasta los setenta – con la vena
asaltada por la vía y la raja en el costado, agarraba
la bolsa de orina en una mano y Jess empujaba el palo de
los sueros mientras me desplazaba lentamente a cada lugar.
A cada paso, la sonda se balanceaba.
En una ocasión, sentado en la butaca de la habitación
destinada a los familiares que quieren pasar la noche junto
al paciente – butacas de plástico negro imitación
cuero – dejé la bolsa de la orina apoyada en
el suelo. Alguien en el pasillo arrastró una silla
hacia atrás, como esas veces que te levantas y la
empujas con las pantorrillas; pues bien, la vibración
de la silla viajó por el suelo hasta mi bolsa de
orina, ascendió por la sonda e hizo una estridente
resonancia en mi meato que me hizo aborrecer todas las pantorrillas
empujadoras de sillas. Desde entonces, mantuve a bolsa de
orina en el aire.
Los días pasaron así, lentos, pero al menos
tenía a Jess a mi servicio, tapándome los
pies cuando se salían fuera de la sábana,
cortándome el pollo cuando pude empezar a comer y
manteniendo a raya a los médicos que se escapaban
sin dar explicciones. La primera vez que fui a ducharme
me quité el pijama frente al espejo del cuarto de
baño con la ayuda de Jess y me encontré con
una penosa imagen: encorvado por la tensión de la
herida, con la poya empalada en la sonda y la raja cosida
por ocho grapas sonriéndome como un adolescente con
brackets. Me mareé un tanto, pero pude sentarme en
la banqueta metálica para que Jess me duchase.
Debido a mi desafortunada exclusividad de 1 entre 300.000,
comencé a recibir visitas, ya no sólo del
cirujano, sino también de los nefrólogos y
de los neurólogos. Uno de los neurólogos,
creo que fue el segundo que vino – cada día
venía uno- entró a la habitación con
una sonrisa radiante, sonrisa que en aquel contexto se volvía
demente. Era un tipo simpático que derrochaba felicidad
y que la lanzaba en todas direcciones con sus manos cuando
hablaba. No es que me caigan mal las personas felices, que
son estupendas, pero ahí postrado en la cama y con
la poya ensartada en la sonda, se me hacía algo extraña
aquella actitud; o quizás fuese porque era neurólogo,
y ya se sabe que los médicos siempre ensayan consigo
mismos – tal y como mi anestesista, el de “Resacón
en las Vegas”, que me describía los efectos
de cada anestésico mientras me los ponía y
yo se los traducía en número de copas; me
lo imaginé con total nitidez como al médico
de “Las normas de la casa de la sidra”, adicto
al éter, sólo le falto decir mientras me desvanecía
“!Buenas noches príncipe de Maine, rey de Nueva
Inglaterra!”- pues bien, así como los médicos
son sus principales pacientes, quien sabe si ese neurólogo
no se había abierto las tapas de los sesos para trastear
hasta conseguir esbozarse una sonrisa multicontextual; quien
sabe.
El caso es que después de hacerme mil pruebas de
reflejos que sólo una persona deficiente podía
fallar – “Oye, que estoy bien” le dije,
porque la sencillez de aquellas pruebas a las que el creía
que debía someterme me hizo suponer que consideraba
que estaba bastante jodido – me lanzó una batería
de preguntas. Que a ver si me cansaba en el colegio más
que los demás, que a ver si tenia familiares con
problemas de movilidad, que a ver si no podía hacer
deporte con mucho calor, que a ver si tenía más
agujetas que los demás… así decenas
de preguntas. Y las respuestas eran no, “siempre he
sido una persona bastante activa, con buenos resultados
en el deporte”.
Aun después de que todas las pruebas y preguntas
que me hizo no aportasen nada de luz -ya sabía yo
que estaba loco - sentenció que tenía una
enfermedad muscular y que debía hacerme pruebas para
determinar cual. “¿Enfermedad muscular? Pero
si yo entreno seis días a la semana en torno a 3
horas al día y siempre en deporte y jugando en el
recreo y en el pueblo me ha ido bien, he tenido buen rendimiento
físico; no lo entiendo”. Entonces el neurólogo
dibujó un ataúd y le dio alas. “Hay
enfermedades musculares genéticas que están
latentes hasta los 30 o 40 años y que a partir de
ahí empiezan a manifestarse”. Y el ataúd,
que yo lo tenía guardado bien lejos, más allá
de los setenta, comenzó a sobrevolar una franja mucho
más joven, y comencé a imaginarme con muletas
a los 30 o a los 40, postrado ya a los 50. Y el neurólogo
loco jugaba con el ataúd como si fuese una marioneta
y lo zarandeaba de un lado a otro, siempre sonriente. Comencé
a ver mi vida como un segmento de tiempo: en una rayita
comenzaba, en otra me encontraba en este preciso momento
y sobre una porción enorme el removedor de neuronas
hacía elucubraciones gratuitas. El tipo se fue, “encantado”
dijo. Todo un placer… Para Jess también lo
fue; ahí de pies escuchaba atónita las demencias
del neurólogo.
Unos días más tarde, tras varias visitas curiosas
como esta, vino un anestesista, uno que dijo haber estado
en la operación pero que yo no reconocí, “como
persona particular” dijo. Mi 1 entre 300.000 me había
convertido en un objeto de estudio – hay veces que
es mejor pasar inadvertido – y el hombre venía
a informarse, a saber si me iba a hacer más pruebas
y si él podría conocer los resultados, venía
también para asegurarse de que en el informe pusiese
que recomendaban no anestesiarme con ciertos productos.
Le dije que me haría el resto de pruebas en Bilbao
y se sintió decepcionado; el ratoncillo de laboratorio
se escapaba de viaje… Le di mi número de teléfono
y me dijo que me llamaría en un par de meses.
A partir de esta extraña visita y después
de que me hiciesen una prueba neurológica sin avisarme,
comencé a sentirme de veras como un ratoncillo. Me
dieron unos pequeños calambres por el cuerpo y me
clavaron una aguja y me pedían que contrajese el
músculo; de nuevo caricias medicinales. “Aprieta,
aprieta, que claro que se va a hincar” me decía
la médico al verme que lo hacía con timidez;
cómo se nota a quien no están atravesando
un músculo tras otro con una aguja. Cuando contraía,
la máquina sonaba como una ametralladora de la primera
guerra mundial en una película antigua.
Desde que me pusieron la sonda cuando ya estaba medio despierto
– recuerdo a medias mis quejidos - quitármela
fue casi una obsesión; por un lado estaba ansioso
por deshacerme de ese trasto, pero tengo que reconocer que
aun siendo un valiente estudiante de bellas artes –
que hay que tener un par de huevos tal y como están
las cosas – la idea de extraer el tubo podía,
tal vez, darme un ligero miedo. Jess, que quizás
estaba más preocupada que yo porque mi poya de octogenario
se quedase así para siempre, insistía a cada
médico intentando descubrir cuánto faltaba
para que me la quitasen. Se ve que se encontraba sujeta
por una bola llena de suero que hinchaban después
de ponerla y hacia de tope, no sé, quizás
en la vejiga. La verdad es que la mitad de las enfermeras
que habían pasado por mi habitación me habían
visto la poya – o lo que quedaba de ella después
de empalarla – y lo cierto es que me daba igual, el
pudor se pierde cuando hay otras cosas más importantes,
era por eso o por la anafrodisia de los ángeles,
no lo se; aunque bueno, realmente la ausencia de sexualidad
no era suya, sino mía, o más bien de mi poya
venida a menos. El caso es que la enfermera desinfló
la supuesta bola de suero y tiró hasta sacar el gigantesco
tubo rozándome todo el interior del meato. Otra perla,
vamos. Pero la verdad es que merece la pena, te quitas un
peso de encima, es como levar ancla. Y desde entonces mi
poya fue recobrando su jovialidad.
Entre una cosa y otra, me dieron el alta al de nueve días.
Nueve largos día en los que cayó una novela,
un Jueves de arriba abajo, y cinco películas que
iban desde el cine surrealista alemán de Fritz Lang,
hasta “V de vendetta”.
Al salir a la calle el aire se respiraba distinto. Me sentía
débil, minusválido, como hacía años
que no me encontraba. Comparado con el discóbolo
que había entrado, salía médicamente
en estado correcto, es decir, hecho una piltrafa.