EL
PESCADOR Y LA SIRENA
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Mi nombre es Jonás y vivo en la costa de la Muerte.
Hace cuatro años, el día de mi trigésimo
tercer cumpleaños, decidí salir a pescar como
tantas veces.
Aquella mañana había conducido hasta la playa
de Carnota. El sol estaba en lo más alto y me dije
que tendría buena luz para pescar.
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Me puse el traje de neopreno con la pericia que otorga la
experiencia, ajusté los plomos a mi cintura, hinché
la boya y cogí el fusil. Caminé hasta la orilla
y, una vez en el agua, me puse las aletas. Escupí en
el interior de las gafas, extendiendo a continuación
la saliva por cada rincón de los cristales; no me gustaba
que se empañaran justo cuando apuntaba a una presa.
Até la cuerda de la boya al fusil y me ajusté
las gafas.
Me lancé a nadar siguiendo las rocas de la costa. Mientras
notaba cómo el agua fría penetraba con lentitud
dentro del traje, iba pensando que al año siguiente
me permitiría unas vacaciones en las Medas. No podría
pescar pero las islas eran un paraíso para hacer submarinismo.
Nadé cien metros hasta llegar al lugar exacto. La
profundidad variaba desde los cinco hasta los quince metros.
Solo una vez había descendido tanto, siguiendo a
una enorme lubina, pero el esfuerzo del ascenso, para tomar
aire, había sido tan grande que a partir de ese día
no perdía de vista el profundímetro de mi
reloj de pulsera.
Llené de aire mis pulmones y me sumergí hasta
el fondo. Allí permanecí a la espera.
Nada que mereciera la pena se cruzó en mi campo de
visión, así que ascendí y repetí
la operación con idéntico resultado.
Decidí entonces buscar entre las rocas. Un sargo
picudo pasó a pocos metros, ofreciéndome destellos
plateados. Sin perder un segundo, apunté con el fusil
y esperé a que me diera el costado. Era un ejemplar
grande, al menos de cincuenta centímetros, y pensé
que sería un buen trofeo y una mejor cena. Casi a
punto de disparar, el pez sacudió la aleta y cambió
de rumbo. Maldije mi mala suerte, pero no me di por vencido.
Resolví seguirlo hasta que volviera a ponerse a tiro;
era demasiado grande para dejarlo escapar. Se escondió
entre unas rocas, varios metros más abajo. Descendí
hasta ellas y lo sorprendí de frente. Casi podía
tocarlo con la mano, pero a tan corta distancia no podía
disparar. Me eché hacia atrás para tomar distancia
y apuntar. Entonces el pez aprovechó mi maniobra
para huir.
Apenas me quedaba aire en los pulmones cuando noté
un fuerte tirón en el fusil. No era posible que hubiera
agotado los veinte metros de cuerda que me unían
a la boya. Eché un rápido vistazo al profundímetro
y me quedé horrorizado; había descendido demasiado.
Me entró el pánico, pero conservé la
calma porque sabía que el miedo era mi peor enemigo.
Solté el cinturón de plomos y abandoné
el fusil. Después nadé en ascenso, a contrarreloj.
Mientras subía a toda prisa solo tenía un
pensamiento: aguantar hasta la superficie. La necesidad
de tomar aire era tan imperiosa que por un momento estuve
a punto de aspirar una bocanada de agua. Un poco más,
me decía mientras la claridad sobre mi cabeza se
hacía más poderosa. Un metro más...
Empecé a tener convulsiones y me di cuenta de que
no lo lograría. Estaba tan cerca. El tiempo se ralentizó
y mi mente se nubló por la falta de oxígeno.
Fue entonces cuando la vi, a pesar del agua turbia que yo
mismo había revuelto. Era una mujer. Mi mente confusa,
al borde de la inconsciencia, la vio con nitidez. Me observó
durante un segundo con la mirada más triste que había
visto jamás. ¿Estaba delirando? ¿Me
estaba muriendo? Ayúdame, le imploré con el
pensamiento. Percibí que me empujaban hacia arriba,
tan rápido que en un instante mi cabeza asomó
a la superficie. Primero tosí y expulsé el
agua que, inevitablemente, había invadido mis pulmones,
después respiré con urgencia y desesperación.
Cuando me recuperé, me di cuenta de lo que había
sucedido. Busqué a mi salvadora para darle las gracias,
pero no la encontré. Sumergí la cabeza y busqué
dentro del agua. Allí no había nadie.
Pese al extraño suceso me repuse pronto y nadé
hasta la boya, tiré de la cuerda y rescaté
el fusil.
Cuando llegué a casa no pude dejar de pensar en
lo ocurrido. ¿Habrían sido imaginaciones mías?
¿Era posible que mi mente se hubiera confundido hasta
tal punto? Mientras rememoraba una y otra vez lo que había
pasado, metí el equipo en la bañera y lo aclaré
con abundante agua dulce. Lamentaba haber perdido los plomos,
pero no habría logrado el ascenso con esa carga.
El susto todavía me latía en las venas cuando
me acosté. Traté de recordar la visión
de aquella mujer. En mi cabeza aún permanecía
intacta la imagen de su rostro hermoso enmarcado por una
melena oscura que ondeaba en el mar.
Estaba tan obsesionado que al día siguiente se lo
conté a un amigo. Me dijo, con media sonrisa, que
habría sufrido una narcosis de nitrógeno.
Me sorprendió su comentario, y tuve que jurarle que
jamás había pescado con botella. No solo por
miedo a la sanción, sino porque no tenía ningún
mérito.
—Entonces te habrá salvado la sirena —me
dijo, soltando una carcajada.
Volví a casa obsesionado con resolver aquel enigma.
Mi amigo, entre bromas, me habló de antiguas leyendas
que aseguraban que una sirena habitaba esta costa. Sentí
tanta curiosidad que encendí el ordenador y busqué
más información.
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Y esto fue lo que encontré:
«Lúa era una muchacha nacida de noble cuna.
Alegre y bondadosa, vivía en la casa señorial
que dominaba desde la altura a la pequeña aldea de
Banzos, en la costa de la Muerte. Desde niña disfrutaba
deambulando entre los pescadores del pueblo, le gustaba observar
a los hombres descargar el pescado y a las mujeres y los niños
mientras disponían los aparejos. Fue así como
conoció a Rodrigo, al que ella llamaba con afecto Roi.
Él le enseñó a preparar las nasas y los
aparejos, y juntos pasaban las horas muertas observando las
mareas y contando las olas. Sus sentimientos fueron creciendo,
a la par que ellos, y se enamoraron con la fuerza invulnerable
de la adolescencia. Sin embargo, los jóvenes mantuvieron
su amor en secreto, pues ambos sabían que lo suyo era
un amor imposible. Pasaron los años y, cansados de
esconderse, confesaron a sus familias su deseo de casarse.
El padre de Lúa se negó a entregar a su única
hija a un marinero pobre, y la encerró hasta que recapacitara.
Un año después, viendo que la joven languidecía
y enfermaba, el hombre se apiadó y la liberó
del cautiverio, accediendo a que tomara por esposo al joven
pescador. Ella recobró pronto las fuerzas y buscó
a su amado, mas en la aldea le dijeron que había salido
a pescar esa mañana. Lúa lo esperó en
la orilla, hasta que la oscuridad de la noche cubrió
de sombras el cielo.
Volvió al día siguiente, y al otro, y así
durante varios meses. Sus amigos pescadores, con gran pesar,
le aconsejaron que volviera a casa porque él no regresaría.
Pero ella no se rindió. Cada mañana al amanecer
y antes del ocaso recorría los acantilados, oteando
el horizonte.
Una tarde, el mar embravecido expulsó a tierra los
restos de una barca. Así, Lúa comprendió.
Al día siguiente, cerca de la medianoche, se dirigió
a los acantilados por última vez.
Jamás regresó a casa.
Desde entonces, cuentan que Lúa busca a Roi en las
profundidades del océano, y en su vagar incansable
ayuda a los marineros en dificultades».
A menudo vuelvo al mismo lugar donde la vi. Ya no pesco,
busco a Lúa con el mismo anhelo que ella busca a
su amor perdido. A veces, desciendo demasiado y pongo mi
vida en peligro.
En ese estado, cercano a la inconsciencia, la veo aparecer.
Ayer, por primera vez, vi que sonreía.
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