EL
PASAJE EMBRUJADO |
|
Algunas ciudades se abren ante nosotros como un mar intrincado
de calles estrechas que tienen la apariencia de no llevarnos
a ninguna parte y que vamos descubriendo a nuestro paso cuando
vagamos decididos, sin rumbo por ellas y cuando nos dirigimos
a algún lugar concreto, preguntamos a algún transeúnte, y
sin ningún temor, nos acercamos a esa dirección determinada,
en la que se encuentra nuestro destino.
|
Joven aún, llegó cargado con su maleta el atardecer de un
día laborable a una ciudad muy antigua de color dorado brillante
iluminada por el sol poniente. Callejeó un rato mientras encontraba
su destino y entró en un pasaje lleno de vida, con el suelo
empedrado y magníficamente decorado, al que se accedía a través
de una gran puerta de hierro abierta de par en par con un
enorme candado colgando en una de sus hojas, y una escalera
en la entrada con barandillas de madera.
Grandes arcos se abrían a su paso y figuras diferentes entre
sí colgaban del techo acompañando a un reloj encajado en una
arcada, había también otras posadas a ambos lados, adosadas
a las paredes formando filigranas, un ángel en medio sobre
una peana posada en el suelo, tocaba una trompeta, y en el
centro de los arcos celosías cubiertas con cristales de colores
dejaban pasar la luz proyectando haces fantásticos sobre el
piso cuajado de piedras y sobre las paredes. A su paso, según
caminaba, a uno y otro lado había grandes escaparates que
albergaban galerías de arte, librerías de viejo, tiendas musicales,
tiendas de antigüedades y cafés, situados cuidadosamente debajo
de pequeños balconcillos de madera muy trabajada que correspondían
a diferentes viviendas también habitadas.
Se topó con vagabundos, vestidos con harapos, con ancianos
que caminaban con dificultad apoyados en sus bastones, mendigos,
saltimbanquis y personajes de la farándula, intelectuales
que leían sentados en las terrazas y discutían acaloradamente,
bailarines y músicos tocando el violín, gimnastas, pintores
con sus caballetes haciendo retratos, delineantes que esbozaban
los trazos del lugar, toda la bohemia de la ciudad parecía
haberse dado cita allí para recibirlo. Encantado con el lugar,
se asomó a una librería de viejo en donde encontró a un hombre
encorvado con los rizos pelirrojos que le caían sobre sus
gafas, muy corpulento, que estaba sentado de manera muy descuidada
y miraba con desdén su mercancía, como si el paso de los años
hubiera impregnado en él solamente, el polvo de sus libros.
|
 |
Salió del lugar con rapidez y continuó su camino, se topaba
también con gente de paso, que como él, cruzaba el pasaje,
con el aspecto marcado por la rutina , al final se abría
una plaza rodeada de las galerías blancas de sus viviendas,
tiendas, librerías, y un aserradero en el cual se construían
pequeños muebles de uso común y de olor penetrante a madera
y clavos, en la que unos niños jugaban a la pelota con gran
griterío, mientras unos pocos ancianos los miraban sonrientes
desde sus bancos. Continuó, cansado como estaba y se vio
obligado a entrar en una calle larga de apariencia infinita,
muy estrecha y también empedrada, retrocedió abrumado por
el cansancio y se sentó en la plaza, en donde habló amigablemente
con unos jóvenes que le dieron toda clase de explicaciones
sobre el acceso a su lugar de destino, es más, le indicaron
que también ellos estarían allí más tarde, en un viejo café.
Centrado en su trayecto, se encontró de nuevo en otro pasaje
muy semejante al anterior pero este era transversal y también
culminaba en una plaza, en la que había tenderetes con objetos
antiguos a la venta y unos farolillos encendidos sobre ellos
indicaban que la noche estaba cerca, desfallecido continuó
caminando sin prestar ya mucha atención a lo que veía, impaciente
por llegar a su destino , y así uno tras otro caminaba recorriendo
pasaje tras pasaje que iban apareciendo, en un itinerario
sin fin y zigzagueante, los perros cabizbajos le salían
también al paso, se dio cuenta de que el trayecto nunca
acababa, perdió el sentido de la orientación y comenzó a
sentir frío, la noche se le venía encima y aún no había
llegado al ansiado lugar que buscaba, el encanto se iba
desvaneciendo a medida que el agotamiento hacía mella en
él, se sentó en un recodo y angustiado se quedó dormido
encima de su maleta.
Cuando despertó, era ya un anciano que apenas veía y con
mucho esfuerzo se incorporó en su cama, para beber un vaso
de agua.
|
|
Relatos
de Mercedes Vicente: El siencio de
Casandra |
|
|
|