Sin saber muy bien cuál
era la razón de su odio visceral, empezó escupiendo
en el café de aquel cliente. Era con diferencia el
más pijo que entraba al bar, su sola presencia le daba
un toque de glamour para el que los azulejos de aquel local
no estaban preparados, tampoco el mobiliario, ni el ambiente
de parroquianos, pero él no fallaba ningún día
laborable.
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Cada mañana
aparecía sonriente, se tomaba un café con un
donuts, leía la prensa, se despedía educadamente
y se marchaba, dejando veinte céntimos de euro de propina.
Y, sin embargo, le caía tremendamente mal, hasta el
punto de soñar con él cada noche.
En su fuero interno sabía que estaba perdidamente enamorada
de él, de su look de pijo odioso, de sus patillas perfectamente
perfiladas, de su gomina exagerada, del aroma que desprendía
a macho cortés y valiente, del color primaveral de
sus corbatas en la negritud del barrio y el cutrerío
de la cafetería más cutre de toda la calle y
quizá del barrio.
Y un día, escupió en su café, pudo ser
la flema más amorosa que haya existido nunca, es posible,
pero el caso es que escupió en aquella taza destinada
a él. A pesar de aquella declaración de guerra
amorosa, el cliente no levantó los ojos del periódico,
ni cambió su dinámica diaria.
Al día siguiente, apareció la guerra de guerrillas:
unos gramos de pimienta negra que rápidamente se diluyeron
en el café. Tampoco pareció surtir mayor efecto
una pequeña cantidad de sal, ni hacerse la tonta y
prepararle un cargado carajillo de vodka pasado de fecha,
ni una pastilla de Avecrem, ni cenizas de tabaco, ni una aspirina,
nada.
Y como nada parecía surtir efecto, reconcomida por
los celos y la frustración, la camarera comenzó
a hacer lo mismo con todos los clientes, hubo quejas, voces
altas, discusiones, pero el pijo nunca se quejó, apuraba
con delicadeza su café —cada día más
exótico— y su donuts mañanero sin inmutarse.
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Al poco tiempo, el jefe de la cafetería, cansado
de las extrañezas de su camarera, pero cada día
más extrañado de que la gente acudiera en
mayor número a su bar, anunció en cárteles
de neón el nuevo nombre del bar: “El café
exótico”. Los clientes llegaban casi en tromba
a cualquier hora del día a pedir un café con
nombre impronunciable cuya única virtud era la perturbación
amorosa de la camarera. Al tiempo, el bar cambió
tanto de aspecto y de clientela que hubieron de dejar de
llevar donuts para llenar la vitrina de bombones exóticos,
muchos de ellos, sencillamente asquerosos. Y con la falta
de donuts llegó la falta de nuestro don Juan inopinado.
Lo que la camarera nunca supo en su suplicio melancólico
es que el pijo —como ella le llamaba amorosamente
en sueños—, sufría un defecto genético
que le impedía distinguir los sabores.
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