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Cerró la puerta dejando atrás el frío
aliento de diciembre. Primero, en el zaguán, se deshizo
con torpeza de unos guantes que pasaron a adornar la languidez
del perchero, al igual que el gorro, la bufanda y el plumífero,
y recluyó en el zapatero sus botas recién desenquistadas.
Ya en su habitación, el cuello del jersey avanzó
reptilmente por su cara, los pantalones se arrodillaron como
un acordeón ante sus pies, y espolvoreó sobre
la silla la ropa interior que antes rasgaba su piel en silencio.
Sobre el tocador, dos pares de pendientes, un colgante y un
indeterminado número de pulseras aterrizaron con el
estrépito del metal que se sabe abandonado.
Levantó entonces la vista hacia el espejo. No le devolvió
nada salvo un acendrado vacío erguido en medio de aquel
cuarto.
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