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—Pero, Luis, ¿no lo oyes?
No, Carmen, yo no escuchaba nada que pudiera preocuparme.
Tú, sin embargo, fuiste introduciendo poco a poco en
nuestras vidas un relato de terror, mucho más palpable,
más acuciante que cualquiera de esos cuentos que escribo,
y que siempre con fruición has devorado.
Sí, esto era distinto. Ahora la historia ocurre en
nuestra casa, comenzaste a decirme. ¿Qué es
ese crujido procedente del desván? ¿A quién
pertenecen esos pasos? ¿Por qué tiembla sin
que sople el viento la maleza del jardín?
Cualquier sombra se volvía para ti más densa,
más oscura, a pesar de que fuese un cuervo o un gato
el que pronto la reclamara como dueño legítimo.
Era la misma oscuridad que empezaste a arrojar sobre mí,
¿por qué hablas tanto con esa chica? Si está
enamorada de ti, no hay duda porque te lo ha confesado, me
hace daño que sigas en contacto con ella.
Y yo no quería que sufrieras, Carmen, por eso ya viste
que dejé atrás mi simple amistad con Irene.
Pero tú seguías alterándote por todo,
esta casa está hechizada, oigo susurros, silencios
tallados en máscara, ya no puedo más.
Sí pudiste, en cambio, comprender que necesitaba tu
apoyo cuando te conté que Irene se había muerto,
bastó su deseo y un maldito corte en el brazo, te dije.
No precisé adentrarme en detalles, pronto relacionaste
el suicidio con mi actitud desdeñosa hacia la chica.
Creíste ver demasiada sangre en mi cara, y eso te bastó
para no hacer más herida a partir de tus miedos infundados,
y la materia de ultratumba pareció hacer las maletas
en una doble emigración sin retorno.
Pero es tan difícil borrar una pisada en la nieve,
y así, como una leve mancha respirando entre el blanco,
sonaban las revividas visiones en tu boca, cada vez más
insegura de pronunciar el acierto, de congelar en algún
cuerpo espectral la inagotable colección que solías
referirme de tan turbadores y huraños ruidos.
Y al final lo conseguiste, pudiste construir la imagen más
perfecta, trazar el círculo que lograra activar las
puertas del dique para dejar fluir las aguas más profundas
de tus horrores. Demasiadas horas bebiendo temor de lo intangible,
coqueteando con la piel de los espíritus, con la caricia
de sus vivencias, como para extrañarme de que llegaras
de improviso a la habitación y la devastadora corriente
de pánico en tu grito, porque, dijiste, me chillaste
entre desgarros, yo allí no estaba solo. Que jamás
podrías dudar de que allí viste, desnudo, el
fantasma de Irene abrazado a mi cuerpo.
Desde entonces la locura creciente comenzó a desquiciarte,
la chica estaba muerta, porque lo sabías, pero ya no
podías abandonarla en los sueños, dejar de asignarle
a su autoría cada racha del viento, cada temblor de
rama, cada silbar de las manecillas de un reloj que llevaba
demasiado tiempo roto. Pero más te preocupaba, nos
preocupaba que ya no estabas bien, Carmen, que algo en ti
había dejado de funcionar, que ya era hora de que,
mi consejo ya rezumaba súplica, te prestaras a repararte.
Así que no te culpes, no te lamentes, a qué
otra solución podríamos aferrarnos. Y créeme,
estoy seguro de que ahí sabrán ayudarte a que
te encuentres mejor. También yo lo estaré, más
tranquilo por que te vayas recuperando, lejos de los malos
agüeros que desprendía para ti nuestra casa. Y,
por supuesto, será asimismo todo más fácil
para Irene, ahora que ya no tendrá la necesidad de
ocultarse, de ocultarnos. Espero que, cuando estés
curada y te autoricen salir, te sientas preparada para asumir
la realidad de mi nueva relación con ella. Y sobre
todo que por fin queden olvidadas, para los tres, todas estas
historias de fantasmas.
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