GRACIAS
A DIOS
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Brenda y Rita eran amigas; nunca antes habían probado
las drogas hasta 1996, cuando tenían catorce años.
Lo hicieron, fumaron marihuana, y no sintieron nada ni se
asustaron ni se impactaron ni quedaron enganchadas como solían
decir todas las madres de todas las hijas que sucedía.
Por supuesto, porque es probado que la marihuana, y casi todas
las drogas que se consumen a los catorce años, no crean
dependencia física. Sin embargo, esto es algo que las
madres no saben porque las madres no suelen saber algo, son
ignorantes y viven aterradas en sus propios infiernillos.
Cursaron el colegio de la mano con el vicio de la marihuana
y poco a poco experimentaron con otras drogas, ninguna derivada
del opio, verbigracia, consumieron cloruro de etilo, cocaína,
la ya mencionada marihuana, pastillas, pegamentos, y cosas
así, del mundo menor de las drogas, o lo que, expertos
en estupefacientes, ni siquiera consideran droga.
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Pero las madres de estas niñas estaban vueltas locas.
Las descubrieron porque llegaban a casa fatigadas, enclenques,
y a veces, risueñas o estúpidas. Se llamaron
entre sí, la madre de Brenda contactó a la madre
de Rita. Mantuvieron el caso en secreto a sus esposos, hombre
que, de enterarse, sabe Dios de qué serían capaces.
Consultaron a un médico de colegio, quien aseguraba
que las drogas pierden la mente de los individuos y emprendía
brigadas antidroga en todos los colegios que le abrían
las puertas y se encomendaba a Dios para salvar las más
posibles almas empobrecidas, desfavorecidas, atormentadas
y perdidas; dejadas de la mano del Señor, cautivadas
por el Diablo, envilecidas por el demoniaco vicio y la ambición
de libertinaje desenfrenado y malévolo que carcome
el alma desde dentro para pudrir a jovencitas inocentes, puras
y capaces, virtuosas y con futuros espectaculares, llenos
de luz y de paz por delante. De toda esa mierda se llenó
la cabeza de las madres de Brenda y de Rita y las pobres hijas
sufrieron la caza de un par de locas en busca de brujas.
El factor de enganche en las drogas menores es el factor psicológico.
Lo que engancha a la gente a consumir una droga que no se
necesita es el sentimiento de maldad, de prohibición,
de rebeldía, de contracultura, de chantaje. Es, precisamente,
el factor que más fomentan las madres y los brigadistas
como el médico Suárez, el mismo que se unió
a la caza de Brenda y Rita junto a sus madres. Entre los tres
orillaban a Brenda y a Rita a creer que necesitaban
consumir para escapar de la realidad. No escapaban de a ningún
lado, su realidad era, más sólida que nunca,
un mundo de consumo y colocón. Eran un par de niñas
jugando a las adicciones. Falsamente, eran un par de drogadictas.
Se conceptualizaban a sí mismas como adictas porque
sus madres les trataban como adictas. Porque sus amigas más
mochas las tachaban de adictas. Porque no podían confesar
sus vicios a ningún adulto y casi a ningún joven
de su edad. La sociedad las había creado. No hay prueba
médica que confirme una adicción real a ninguna
de las drogas que consumían éstas dos.
Las madres se aferraban a salvarlas y las niñas se
aferraban a no dejarse salvar, a hundirse más y más,
a consumir, a necesitar algo que no necesitaban excepto psicológicamente.
Con el tiempo, probaron nuevas drogas: aceites, LSD, éxtasis,
cristales. Los alucinógenos tampoco crean una dependencia
fisiológica. Las madres estaban destruyendo a las hijas,
empujándolas a nuevas sustancias y a más libertinaje:
comenzaron a salir con hombres mayores, a acostarse con casi
cualquiera que tuviese la suerte de estar con ellas durante
su consumo, o que estuviese dispuesto a pagar las sustancias
o a consumirlas amistosamente con ellas, o sencillamente les
fuese atractivo, aunque no viviese dentro de su mundo de seudodrogadicción.
A los dieciocho años ingresaron a la universidad del
Estado. Se convirtieron rápidamente en las Madres Superioras
de todos aquellos chicos y chicas que recién despertaban
sus instintos de rebeldía. Les introdujeron al mundo
de las drogas. Otras madres comenzaron a preocuparse por otros
hijos y a orillarlos a buscar más y más de Brenda
y Rita y de sus experiencias libertinas. Lo que inició
como un dúo acabó en grupo.
Vivieron momentos increíblemente felices bajo el influjo
de los alucinógenos. También, momentos terribles,
llenos de angustia y miedo. Experimentar era toda su meta
en la vida. Se juraron que no habría droga nueva que
no probasen y con esa filosofía profesaron y esparcieron
su ideología a muchos jóvenes de la universidad.
La mayoría de ellos terminó los estudios lo
mismo que cualquier estudiante promedio que no consumiera.
Sin embargo, Brenda no quiso terminar. Rita sí, se
graduó en contabilidad y poco a poco se alejó
de su gran amiga Brenda. Aquí comienza la historia
que quiero contar.
Brenda y Rita tomaron caminos diferentes a mediados de los
estudios superiores. Rita siempre fue más influenciable
por su madre que Brenda. Los sermones que recibía cada
semana, o cada que se dejaba, surgieron efecto gradualmente
hasta convencerla que consumir sustancias no la llevaría
por buen camino. Ejemplos había de sobra. Su madre
y el médico Suárez siempre tenían a la
mano panfletos y literatura en contra de las drogas. Lo que
no sabían, par de ignorantes, es que aquellos panfletos
hacían referencia a las verdaderas drogas, las que
realmente crean adicción física y dependencia
total, como son los derivados del opio, opiáceos, como
la morfina, la heroína, la codeína, la tebaína,
etc., y no a las sustancias alucinógenas, estimulantes
o depresoras. Se confundían de infierno. Las sustancias
que consumía su hija Rita y Brenda eran modas pasajeras
de adolescentes sin amor, descuidados o aventureros. Un juego
de niños, a decir verdad. Nada que no pudiesen dejar
en el momento que verdaderamente se lo propusiesen; como lo
hizo, verdaderamente, Rita tras creer todas las satánicas
mentiras de su madre y el médico sobre el futuro fatídico
que le esperaba si continuaba en malos pasos y malas compañías.
Trastornaron el cerebro de Rita. La convirtieron. Ganaron
la guerra en contra de la libertad y la experimentación.
Creyó firmemente toda la mierda sobre ser alguien en
la vida, ser tomada en serio por hombres, forjar un futuro
laboral, ser un individuo productivo de la sociedad. Vaya
si todo eso no es más dañino que consumir cocaína
o LSD. Vaya si eso no te vuelve más un autómata,
un idiota, un ser despreciable que no vale nada más
que el dinero que ingresa cada mes, como un suministro de
droga, sin sentido, sin vida, sin pasiones ni pensamientos
propios, sin convicciones, sin amor, sin piedad, sin escrúpulos,
sin nada excepto reputación y papel moneda.
Brenda no se tragó el cuento. Continuó siendo
ella misma, o en la búsqueda de ella misma, que ya
es mucho más que dejarse atrapar por la sociedad lacerante
que carcome el alma desde dentro, y no dejó las drogas;
dejó los estudios porque no satisficieron sus necesidades
existenciales, individuales y personales. Esto, claro está,
fue el acabose de Rita. Si continuaba por el camino de Brenda,
no sería alguien en la vida. Su madre tenía
razón. Rita habló con Brenda, le rogó
que recapacitara, dijo que juntas podían vencer su
adicción. No hay adicción que vencer, se defendió
Brenda, me drogo porque me da la gana. Tenía razón,
sin importar las opiniones de su madre, del médico
o de Rita. Rita no lo miraba así, ella misma se propuso
vencer su adicción. La venció ipso
facto porque su adicción era mental. No tuvo que
hacer otra cosa que dejar de consumir para dejar de consumir.
Su madre y Suárez se vanagloriaron de todos sus esfuerzos
y logros. Juraban que sacarla de las drogas les costó
años y años de arduo trabajo y dijeron que no
había imposibles para Dios. Malditos pelmazos ignorantes.
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Las cosas
para Brenda fueron muy diferentes. Dejó la universidad
y huyó de casa. Huyó con un chico con el que
solía acostarse y que también consumía
cocaína y LSD. Huyeron al Estado de Oaxaca, a un lugar
paradisíaco llamado Huatulco. Su madre lloró.
Perdió a su hija porque no supo comprender las necesidades
de una adolescente y no supo comunicarse con su hija ni entender
que sus acciones eran sanas, predecibles, naturales y pasajeras.
Maldijo a Dios por arrebatarle a la carne de su carne y no
se dio de golpes en la espalda con un látigo de nueve
colas porque vivía en el siglo XXI. |
Envidió la suerte de la madre de Rita y hubiese hecho
cualquier cosa con tal de intercambiar suertes, así
de noble y buena era su devota alma pordiosera. Rita terminó
la universidad y cogió un empleo en una empresa de
renombre.
2
En Huatulco, Brenda se instaló con su amante en casa
de un grupo de amigos que pagaban alquiler a partes. Se dedicó
a una vida de contemplación y experimentación.
Todos los chicos que vivían con ella llegaron allí
más o menos por las mismas razones que ella y su amante,
es decir, porque no soportaban sus vidas de imbecilidad dentro
de la sociedad citadina, ni soportaban a sus madres con Jesusees
en las bocas, rogando que Dios sacara a sus hijos del vicio.
Las únicas enviciadas eran ellas, con Dios, con la
reputación y la apariencia.
En aquella vida, Brenda pudo aprender mucho más que
en cualquier universidad o carrera contable. Los jóvenes
no eran, como sus madres creían, idiotas descerebrados,
zombis de la droga. La mayoría de ellos leía
y se dedicaba a algún tipo de actividad artística
como la música, la literatura, la danza, el teatro,
etc. Aquella casa era un foco de conocimiento e intercambio
de ideas. Brenda leyó más libros en un año
de permanecer allí que en toda su vida. Aprendió
a pescar, a reconocer ciertas plantas y sus utilidades, a
bajar fruta de los árboles, a convivir con todo tipo
de nacionalidades, a apreciar la lluvia o el sol, los hábitos
y costumbres de diversa fauna, la cultura de brujos y nativos,
y un sinfín de cosas imprácticas en la vida
en sociedad, pero enriquecedoras del alma y el espíritu.
En la sociedad sólo se aprende a lamer botas, a que
te laman las botas, y a ganar dinero.
A esta vida, la madre de Brenda la llamaba vida de perdición.
Su hija adorada se perdía en la boca del lobo, en la
punta de una aguja de heroína (su madre ni siquiera
sabía lo que es la heroína, pero lo había
escuchado decir a alguno y juraba que su pobre hija se picaba
las venas).
La comunicación entre madre e hija inició con
una llamada telefónica de parte de la hija después
de tres meses de ausencia. Madre rogó porque volviera,
pero a cada ruego desesperado alejaba la idea de volver de
la cabeza de Brenda: su madre continuaba siendo la ciega oveja
de Dios que siempre fue. Definitivamente no podía volver
con ella. Menos ahora que había leído a Nietzsche,
a Schopenhauer, a Wittgenstein, a Espinoza. Su madre jamás
comprendería. Sería como volver con un gusano
siendo mariposa. En sus conversaciones con madre sentíase
como hablando con un niño de dos años que lo
único que sabe decir es gracias a Dios, bendito sea
Dios, por amor a Dios, Dios mediante, primero Dios, si Dios
quiere, sea la voluntad de Dios, a Dios gracias, Dios te cuide,
ve con Dios, ruega a Dios, pide a Dios, encomiéndate
a Dios, busca a Dios. No sentía compasión por
su madre porque su preocupación era absurda y aberrante.
Estaba viva, estaba bien, era feliz, ¿qué más
quería de Dios para su hija aquella madre? No descansaría
hasta verla enganchada al sistema escolar y laboral. Le deseaba
un mal tan grande como un trabajo asalariado, digno y constante
hasta la jubilación. Pobre madre, pobre madre ignorante,
analfabeta, inculta y denigrante, arrastrándose ante
un dios imaginario, condenando su alma a la esclavitud de
una idea pasada y castrante de voluntad. Brenda y su madre
jamás se entenderían, aunque volviesen a nacer.
La peor parte de las conversaciones, la que no podía
soportar Brenda, era cuando Madre soltaba cosas sobre la vida
de ex amiga Rita, comparándola, engatusándola
con sus mediocres logros laborales. ¡Rita compró
un coche!, decía, ¡a Rita le dieron el seguro!,
¡Rita está por casarse!, ¡Rita pronto obtendrá
un crédito hipotecario! Brenda colgaba el teléfono
inmediatamente. Madre se lamentaba por ser tan cruel. En su
fuero interno se consideraba cruel al contar a Brenda, la
pobre y perdida Brenda, la incapaz Brenda, las victorias de
Rita. A pesar de ser tan noble, era cruel, según su
propio entendimiento, y continuaba siéndolo a pesar
de saberlo, o creerlo. Brenda maldecía la hora en que
el cerebro de su madre se llenó de tanta mierda. Su
madre, Rita, la madre de Rita y cualquier otro que la juzgase,
podían irse al carajo. Ni siquiera lo sabían,
pero hace más de año y medio que Brenda no se
drogaba. Lo había dejado por convicción en el
momento que tenía que dejarlo, y no se arrepentía
de ello, no sufrió por ello. Vivía en el paraíso
de su libertad y libre albedrío.
3
En la ciudad, Rita había cogido un empleo en un despacho
de contabilidad. Todos los días desayunaba cereal y
leche, cogía las llaves de su coche último modelo,
del que sólo había pagado el diez por ciento
y aceleraba hasta estamparse con el tráfico de Insurgentes,
para llegar una hora después a un sitio al que podía
llegar en veinte minutos caminando. Una vez allí, se
metía a un cubículo, al que llamaba oficina,
a sentarse diez o doce horas. A veces llevaba trabajo a casa.
Ganaba quince mil pesos al mes y creía que era afortunada,
rica y guapa. No sospechaba que años más tarde,
aquel trabajo sedentario la convertiría en una persona
inculta, estúpida, vacía, gorda y con hemorroides.
Que aquel trabajo de ensueño la esclavizaría
y la consumiría hasta la vejez, como un Diablo chupa
un cigarro y tira la colilla y la aplasta con su pezuña.
La jubilación, la luz al final de túnel, quedaba
cada vez más lejos gracias a nuevas leyes que extendían
los años de vida laboral del ser humano. Su
matrimonio engendraría crías horribles que seguirían
exactamente el mismo camino que ella y su madre y su abuela
y todos en aquella familia mediocre y pobre de inteligencia.
Luego de eso, terminaría, se divorciaría y no
se volvería a casar ni tendría más hijos
que los que ya le salieron sin querer. Sería madre
soltera y apaciguaría la juventud de sus hijos con
videojuegos. Crecerían carentes de amor y de tiempo
de calidad; enajenados, enganchados a la maldita sociedad
sólo para crecer y estudiar y trabajar y engendrar
y morir en un círculo sin fin ni sentido. Todos ellos
creerían en Dios porque Rita les contaría que
Dios la sacó de las drogas, gracias a Dios, un buen
día, antes de convertirse en una hippie despreciable
como lo hizo su amiga Brenda, a la que le desea lo mejor,
Dios mediante, en donde sea que se encuentre, y que muera
en paz y viva en paz, gracias a Dios. |
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Relatos
de Verónica Pinciotti: No
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