con los ojos cerrados,
con los ojos como tragados…
Rilke
Estoy aquí sentado mientras unas cosas se trasforman
en otras cosas
con las que en un principio no guardaban ninguna relación
genética, de parentesco o parecido. ¿Adónde
va el perro afgano?
No es un perro afgano, no tienes ni idea.
Haces el equipaje, echas
el zapato que exhibe un nudo de madera en la suela
y un jersey. Porque un jersey tiene cuello,
pero no cabeza. Está degollado.
¿Cómo era la cabeza de los jerséis
antes de que se la cortasen?
No me interrumpas más. Sabes que debo irme.
Que no puedo dejar sola a mi hermana.
Tiene... ¿cómo lo llaman
los médicos? Sí, eso, ideas negras.
Las sábanas del hospital cuelgan en su propio
balcón,
con el sellito verde deslavado. ¿No es horrible?
Pero sube conmigo a la terraza.
El envés de las alas de los pájaros, la
axila de los pájaros, es un trozo
de tela azul —como forro de un abrigo— tachonado
de estrellas,
pero nunca se les ve excepto cuando vuelan: por eso
los niños
miran arriba cuando un pájaro está justo
encima de ellos.
Más bien, ¿por qué no dejas morir
de hambre a esos nobles
—un pendiente de diamantes colgando de cada ala—?
Pájaros-carillón.
¡Deja que las golondrinas se aburran como relojes
de pulsera!
Está bien, mira sólo la luz: quiere barrer
bajo las alfombras y los párpados,
está buscando su fondo dentro de ti, quiere cerrar
su elipse,
jugar a morderse la cola como los perros tontos.
La luz blanca es la única cosa capaz de penetrar
sin romper el himen de tu muerte:
eso que los poetas del XVI con sus gorgueras llamaban
«el velo mortal».
No temas, el instinto es un avecilla que, aunque vuele,
está atada con un cordel al índice: un
globo o un anillo,
un precioso juguete victoriano.
¿Un telón dices? ¿Un fondo? ¿No
dijiste que tus poemas estaban ciegos?
Pero mi sensibilidad es de un solo uso —he contestado,
deberíamos tener un corazón de belcro
y colocarlo sobre el pecho
como los espadachines que se entrenan,
esconder en el bolsillo de la camisa un as de corazones.
El himen de tu muerte...
Porque, en realidad, estás pensando en el alcohólico
con cara de
ángel en la estación.
Sí, llevaba un jersey de mujer,
tenía un carro de la compra y blandía
un paraguas.
Parecía un caballero andante. Él era don
Quijote y el carrito su Sancho.
El mendigo estaba en el suelo cubierto de radiografías.
Le hablaba a su tumor, decía: Ah golondrino,
golondrino,
cierro los ojos mucho y te veo,
cierro los ojos con todas mis fuerzas,
pongo los ojos «como tragados», como decía
el poeta, y te veo:
estás en mi interior, entre el matorral de mis
costillas o quizás más abajo y
contemplas desde dentro cómo mi ano sale y se
pone cada día
como si fuese un astro, la luna.
¡Ah golondrino, golondrino mío!
Hazme un favor: olvida hoy los extremos, el origen.
Tú lo dices: despegarse la herida como una pegatina.
Los boxeadores se hacen extirpar el tabique nasal:
es lo que la poesía debiera hacer con las mayúsculas.
¿Qué hemos venido a ver?
Los basares del arco iris hundiéndose en el humus
repleto de lombrices.
Y mira allí:
el horizonte se rompe como una tabla que quiebra un
karateka.
Las copas de los árboles son ruedas espirales:
unas empiezan donde acaban otras,
iguales a esos tornos cilíndricos con oración
escrita de los templos budistas,
los que hay que hacer girar pasándoles la mano.
Arráncales la verticalidad a los árboles,
haz como con las estrellas,
tira del humus como de un mantel y que los árboles
se queden
de pie como copas, como excepciones. La estructura que
regresa,
lo contrario de un estado, la estructura de una excepción.
Algo
que no exista, pero tampoco que muera: algo que no nazca.
No las raíces que unen los árboles al
suelo, sino la horizontalidad
sin límites.
La verdadera raíz de un árbol son sus
pájaros, su procesionaria, sus
plagas, el esqueleto sacado afuera como guirnalda.
Eso es: ¡una guirnalda fotófoba!
Ves los coches pasar, las ambulancias...
¿Puedes dejar de hablar ya de la muerte?
Entonces, quítales la verticalidad, como a los
árboles y como a las
estrellas.
Y las ambulancias se quedarán, sí,
pero lo harán en un nuevo logrado silencio,
una intransitividad.
Despega la ambulancia del papel de calco del alma.
Quieren perder lo que las sustenta, su idea en nosotros,
aquello que
nos hiere.
Porque ése es nuestro tiempo. Y la felicidad,
la muerte, la tristeza:
todos los grandes conceptos o temas quisieran irse y
dejar a solas la
mirada,
desaparecer.
No, no, tampoco desaparecer, en realidad
subirse, como los testículos de los niños.
Cuaderno del apuntador.
Pero lo más hermoso fue lo que tú imaginaste.
Decías que se trataba de un evangelio
muy apócrifo: Jesucristo se lavaba con jabón
una de las manos, pero no se enjuagaba.
Entonces, se soplaba la llaga de la cruz y de ella salía
una estampida de pompas
ante los ojos maravillados de los niños.
(De El fósforo astillado, 2008)
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