La nube descendió hasta el arroyo
para cargarse de agua antes de la tormenta
y al beber se tragó los renacuajos
que como bayas negras
maduraron en aves anfibias
condenadas al cielo
e impacientes por estrenar sus ancas,
saltando entre los charcos y barrizales.
Cuando estalló la lluvia
y el cielo se rasgó como la piel de un cítrico,
la nube vomitó ranas de color verde y marrón
casi negro,
tizones diminutos que al golpear la tierra
parecían pedrisco de verano.
Croaban como pájaros histéricos,
temblaban como espigas de papel,
como recién nacidos de la tripa de una ahogada,
Ofelia que flota entre flores tiernas
y tallos arrancados,
en una poza de vértigo y placer.
Cesa la lluvia,
sopla otra vez el viento del estío.
Al tocar con sus vientres el polvo seco,
como notas de música se evaporan
y vuelven a ser lo que antes eran
semillas de deseo.