Esta
es la historia de Pablo que siendo un niño experimenta
su primer acercamiento con una desquiciada dictadura militar
carente de derechos. Pablo siendo un niño en medio
de una democracia corrupta y enferma de poder. Esta es la
historia de Pablo, la de ustedes, la mía, la del pueblo
latinoamericano. |
LA
OLA
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I
En algún lugar de Latinoamérica, tiempos
de dictadura.
Hay algo raro con el Falcon verde aparcado en la esquina,
creo que vigilan la casa de Manuel. Papá dice que su
hijo anda en cosas raras, sale a la calle después del
toque de queda y tiene mala junta. Sus padres son buena gente
pero ese chico está perdido, se pasa los días
agitando banderas mientras grita frente a la policía
por el precio del boleto estudiantil. Eso opina papá
de Joaquín, el hijo de Manuel. Mamá dice que
lo que hace Joaquín está bien, pelea por lo
justo, por lo que necesita; pero que en estos tiempos hay
que tener cuidado porque uno no puede andar hablando libremente,
pensando en ideas nuevas, distintas. La abuela Dolores dice
que en época de dictadura mejor no meterse y obedecer,
porque de esa manera a la gente buena como nosotros no nos
pasa nada; después se hace la señal de la cruz
y le pide a Dios que el orden se mantenga por muchos años
más.
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Acaba de dar el toque de queda y afuera la noche es una delicia,
el verano está soltando el aire fresco de a poco, las
sombras van dando descanso y las estrellas perforan el cielo
oscuro. No puedo más que mirar por la ventana, salir
afuera implicaría poner en riesgo a la familia, los
militares sospecharían de mí mientras hago poesía
con la luna llena y nadie quiere que acabemos como la familia
de Manuel. Desde las sombras surge el cuerpo de Joaquín
que se dibuja en la acera mientras salta la verja, la luz
del alumbrado público lo ilumina por un momento, tiene
un brazo herido. La sangre le recorre la piel como un río;
se tambalea en medio del patio, golpea contra la mesa metálica
del jardín que cae y resuena. Las luces de la casa
se encienden, Manuel sale y se detiene congelado de pie en
el umbral; detrás aparece Susana, su mujer, un grito
escapa de su boca pero lo ahoga antes de que cruce la acera
y los ponga a todos en evidencia. Se acercan a su hijo, lo
toman por la cintura y lo ayudan a entrar, el reguero de sangre
frente a la puerta los delata. Los dos hombres que esperaron
durante horas dentro del Falcon, bajan y hacen señas
a lo que llega tras las luces que vienen circulando por el
asfalto todavía caliente en la cuadra anterior.
Mamá abre bruscamente la puerta de mi cuarto, apaga
la luz, cierra las cortinas y me pide que me aleje de las
ventanas. No hago caso, me quedo con la cara pegada al vidrio
y la cortina cubriéndome la cabeza hasta que papá
entra y me toma del brazo arrastrándome hacia el otro
lado de la habitación cruzando el corredor, ya lejos
de la casa de los Gutiérrez. Cierro los ojos y escucho.
Los coches frenan, se abren las puertas, hay gritos, corridas,
el crujir de una puerta que se quiebra en pedazos. Alguien
grita “¡por favor!” entre llantos. Más
corridas, quejidos de dolor que interrumpen los sucesivos
“¡hijos de puta!” que salen de la boca de
Joaquín. Los motores se encienden, las puertas de metal
se golpean, los autos arrancan y adentro ya está más
oscuro que afuera. Al fin papá me suelta el brazo,
corro a mi cuarto y miro por la ventana, tan solo queda la
sangre que ha dibujado las huellas de pesados borceguís
y una franja desprolijamente pintada que llega hasta la calle.
Mamá entra de nuevo me obliga a meterme en la cama,
no me mira a los ojos, le tiemblan las manos. Ahora se bueno
y a dormir, me dice. Me besa en la frente y camina hacia su
cuarto sin volverse, las luces se apagan pronto y las paredes
se empapan con los ronquidos de papá. Somos buenos,
nos hemos salvado; pero el llanto de Susana que traspasa las
paredes se mete en mi cuerpo y me roza el alma, no me deja
dormir. Ese olor a podredumbre que me nace desde adentro se
extiende como un nubarrón por la habitación,
miro al techo mientras me pregunto si al crecer dejaré
de sentir el llanto y dormiré placido como mis padres
y mi abuela, como el resto de la cuadra. Pero esta noche me
siento sucio y a la vez tan bueno.

II
En algún lugar de Latinoamérica, tiempos
democracia.
Al fin la noche engulle al sol y el aire fresco nos toca la
cara mientras se mete por el pelo como los dedos invisibles
de algún dios. Ideal para dar un paseo, pero mamá
dice que es mejor no salir porque afuera es tierra de nadie,
la policía ya no patrulla porque el estado no les envía
dinero para el combustible; sólo queda mirar por la
ventana la calle oscura, casi desierta. De vez en cuando pasan
caminado tres pibes con gorras y capuchas que les cubren la
cara. En eso suena el teléfono, es papá; se
le hizo tarde en la oficina en veinte minutos está
llegando, me pide que le diga a mamá que esté
atenta para abrir el portón, que vigile la cuadra y
mire a todos lados. Me quedo en el living viendo por la ventana
mientras mamá sale, abre la reja y vuelve la cabeza
de lado a lado; tiene las llaves en la mano, un pie adentro
y otro afuera. Entonces entra, cierra apurada las puertas
y camina hacia adentro; los tres chicos aparecen doblando
la esquina, mamá llama por teléfono y le pide
a papá que dé una vuelta porque andan unos pibes
afuera, la cosa está rara. Los chicos se apoyan en
la ventana de Matilde, en la casa de enfrente y desde ahí
nos miran; no puedo verles el rostro pero sé que esas
manchas oscuras nos están midiendo, esperando. El de
la derecha trae una botella de cerveza que pasan de un lado
al otro y vuelta, mamá se acerca a la ventana y los
mira, arrima las cortinas y me hace ir a la cocina. Diez minutos
después se oye el vidrio estallar contra el poste de
alumbrado volvemos a mirar por la ventana, los trozos cristalinos
brillan sobre el pavimento, ya no hay nadie enfrente. Mamá
sale y mira una vez más, llama por teléfono.
¿Estás cerca? dale vení ahora, dice.
Deja el móvil sobre la mesa y me pide que no salga,
le respondo que si con la cabeza y sigo viendo hacia afuera
para asegurarme que todo esté bien.
Las luces doblan la esquina, ella abre el portón rápido,
el auto se enfila sobre el cordón y entra, antes de
que frene mamá comienza a cerrar la reja. Los tres
pibes vuelven a aparecer como fantasmas, no los vi llegar.
Uno de ellos saca del bolsillo del buzo un arma, el otro sujeta
a mamá, papá sale del auto gritando “¡hijos
de puta, suéltenla!” y se abalanza sobre uno
de ellos; ya no son mis padres, ya no son los chorros, son
una masa humana en lucha. El ruido del arma nos congela a
todos por un momento, los cinco me miran, yo también
me miró el pecho, no sé qué salió
antes si las lágrimas o la sangre ya rozando el suelo.
Los pibes se asustan y salen corriendo, mamá grita
“¡Una ambulancia! ¡Ayuda!” Papá
se toma la cabeza con las manos, ambos entran corriendo mientras
me balanceo sobre la banqueta donde estoy arrodillado, ya
sin equilibrio caigo hacia atrás. Escucho los gritos,
las corridas, el llanto. Miro el techo, somos buena gente
creo que no debería ocurrirnos esto. Gritan mi nombre
pero no los veo, mamá me alza y me abraza pero ya no
siento el calor de su cuerpo.
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