Veo tus manos ahora quietas, que poco se parecen a las que
fueron. Las recuerdo de tiempos mejores, llenas de grasa cubriendo
las cadenas, para que la hamaca, bajo la parra, bailara en
silencio cuando todos corriéramos hacia ella. Tus manos,
que se hundían en la tierra cosechando verduras mientras
me hablabas del ciclo del tomate, de la hoja de la acelga,
perdido en tus ciencias. Ya están quietas, no volverán
a sacar el reloj de bolsillo para darle cuerda; ni van a llevar
el bastón a tu lado, corrigiendo ese paso distinto,
de caderas gastadas, que los años de trabajo te fueron
dejando. |
Hoy me dijeron que el viejo corazón de a poco se te
fue apagando, nunca antes alguien me había dejado;
mi alma se ahogó en el aire en un segundo. El tiempo
no es suficiente para guardarme tu aroma, recorrer las marcas
de tu piel, volver a las madrugadas de invierno en que salíamos
juntos al patio, a ver el último resplandor del lucero
antes de que el sol se alzara para opacarlo.
Me queda una última vez para mirarte, recorrer tu rostro
cansado que al fin descansa; volver a mirar los blancos bigotes,
a los que tantas protestas hice, cuando tus besos rozaban
mis mejillas. Pasaron quince años y todavía
se nota tu ausencia; faltan los asados con lluvia, las clases
de plomería y tus domingos de visita. El frente de
la casa se quedó triste, no pudo recuperarse; la soledad
de la tarde lo está carcomiendo ahora que no llegas
con la silla, el vaso con ginebra y la radio de fondo transmitiendo
el partido; ahora que los vecinos nuevos pasan de largo por
tu vereda, desconociendo las reuniones de amigos que allí
se daban.
En tu ausencia se fueron tus pares y hasta perdí un
amigo, llegó gente nueva que hubiese querido que conocieras.
La vida me fue cambiando, me dio algunos golpes y demasiadas
cosas buenas. Todavía hablo de vos seguido; todavía
te extraño, abuelo. Todavía, al igual que vos,
lloro cuando alguien se va de viaje. |