Alto y milenario, como los pueblos olvidados,
                      desde la aurora de los cantos eres símbolo de lo 
                      vivo, 
                      imagen de lo que renace, de todo lo que fluye y crece:
                      Del pensamiento. De los padres. 
                      De los dioses y las diosas. De la vida y de la muerte.
                    Platón cuenta que en las horas sagradas del primer 
                      sol
                      escuchamos las cigarras de tu voz. 
                    Pobladores de las llanuras que bordean el Amazonas, el 
                      Orinoco y el Atrato,
                      cantan que los primeros abuelos derribaron el árbol 
                      de todos los frutos,
                      y del tocón nació el diluvio, y del tronco 
                      caído brotó el gran río,
                      y de sus brazos y ramas los ríos pequeños, 
                      
                                                                                       los 
                      caños, 
                                                                                                los 
                      arroyos, 
                                                                                                      las 
                      quebradas.
                    Eres para el hindú la encina milenaria a cuya sombra 
                      de luz 
                      inspira la sabiduría en sus discípulos el 
                      reencarnado anciano Gautama.
                      Bajo tu sombra fresca resuena en sus mentes el rojo palmear 
                      de una sola mano.
                    Al bíblico semita entregas la ciencia del mal y 
                      del bien
                      y la vara que hace brotar agua de la peña y la zarza 
                      para honrar a Yahveh.
                    Al evangelista ofreces otro símbolo de la Jerusalem 
                      celestial
                      y los doce frutos del año y el bálsamo curativo 
                      de tus hojas.
                    Al romano honras con el laurel imperial 
                      y con la rama de higuera para celebrar a Príapo
                      y el cadalso en cruz para adorar al joven dios muerto.
                    Para el médico y el sabio eres metáfora de 
                      los cauces de la sangre
                      que corre viva en los cuerpos y región del aire en 
                      los pechos que respiran
                      y agua roja en la savia que baja por las noches
                      y agua blanca que asciende al canto de tus hojas con los 
                      vientos del sol.
                    Al hambriento alimentas con tus flores y tus frutos.
                      Das refugio al huyente en tu cama de olorosa hojarasca.
                      Y calor al invierno con el fuego que revive de tus ramas 
                      secas.
                    En ti cantamos la fortaleza de los mayores y el descanso 
                      azul de los fatigados.
                      Tu forma nos une a nuestros muertos 
                      para que vivan en nosotros como carne y memoria
                      y pueblen nuestro tiempo de gloria u olvido.
                    Moldeas la forma y la fuerza del sueño y del pensar 
                      
                      que se regocijan en el asombro de la diversidad.
                    Como un dios vivo colmas de dones la fragilidad de nuestro 
                      deseo.
                    Y cada mañana y cada tarde, a la luz que nace o 
                      agoniza, 
                      alegras nuestras casas con el canto de tus pájaros.