“
Al
leer un libro, una parte de tu piel lo absorbe“.
Este es el sentimiento que me ha inspirado el libro de mi
amiga, la poeta Chelo de la Torre.
Es mucho lo que conozco de ella, como también es cierto
que sé de ese “tiempo de silencio” en el
que su vida va rodando con sus quehaceres y sus pensamientos.
Pero ha sido precisamente aquí, en la desnudez de sus
palabras donde, tanto a mí como a todos y todas las
que la hemos leído, nos ha dejado la imborrable huella
de su memoria.
Una memoria
que es casi una personificación, algo tan tangible
que es capaz de despertar todos nuestros sentidos
(
Mnemosine,
Dionisia García).
Y cuando esto ocurre, es algo añadido hablar de que
Chelo de la Torre es una poeta de altura; que se mueve en
un registro poético ambicioso, pero desde su humildad
como persona o de que su estilo depurado y diferente dota
a su poesía de ese
personalis
sigilum, resultado de su exigencia y dedicación
personal,
un
condicionante básico del que muchos autores hablan
a la hora de escribir bien (
Estilo
rico, estilo pobre. Luis Mangrinyá).
Así que esta reseña está bañada
por el agradecimiento, la admiración y cómo
negarlo, también por el cariño.
Agradezco a la autora por hablarnos de las manos de su madre,
“de la suavidad de su piel” o “de sus tardes
planchando”. Por abrir esa ventana de su memoria y permitirnos
asomarnos a ella. A esas mañanas de agosto, “el
patio, los geranios”.
También es un maravilloso regalo, el rescate de su
vida de docente. Esa entrega que la hace vivir en muchos casos,
como una observadora activa, la vida de sus alumnos y alumnas,
que nos va versando por medio de esa tiza o esa clase vacía
que evoca tantos recuerdos para ella.
es tiempo de borrar su blanco de mi ropa
y de limpiar el polvo que dejó en cada arruga
que me abrió al consumirse
Y es que este libro, lo leemos con ella, sí, muy pegaditas
a ella, y en él, la sentimos casi respirar, como también
sentimos, “el peso de los años” y ese ”esqueleto
roto que ya duele”.
Nos damos cuenta también, de ese miedo que convive
con la autora; una temática que ya tratan autores como
Pablo Neruda, o una poeta muy admirada por Chelo: Alejandra
Pizarnik.
He cerrado
puertas y ventanas.
Tengo frío.
No quiero que me habite el miedo
Los lectores de este libro, también nos hacemos conscientes
del carácter solidario de su poesía, ojo atento
al mundo que la rodea que es capaz de captar y reflejar lo
injusto e inhumano.
Prueba de esto es el bellísimo y duro poema “La
niña de la pala “, poema inspirado por una pintura
acrílica del artista Javier Fernández de la
Torre, basada en una fotografía de otro autor desconocido.
U otros poemas como “El hombre que duerme en el parque”,
“Mujer Palestina” o esa mujer que va en silla
de ruedas por la calle Real.
Seguimos a la poeta y nos conmovemos con ella cuando habla
de que “No quieres ser una más de esas poetas
aciagas, poliédricas y egoístas…”
O cuando nos escribe sobre las mujeres, de todas esas mujeres
que “Cercan el aire, rompen el aire”. La seguimos
sintiendo en esos términos matemáticos que me
sorprendieron tanto allá por el año 2014, cuando
la leí por primera vez, y que dicen tanto de ella y
de la originalidad de su voz poética.
Gracias por permitirnos vivir contigo ese “Tiempo múltiple”
al que hace referencia María Zambrano:
Ese
tiempo que se detiene, se hincha como las velas de un barco.