Puedes temblar, ser hoja derribada,
luz o ala.
Estar desnuda de piel y de boca.
Ser la roca fundida
o el fuego que derrite;
fragua, yunque o matriz.
Convertirte en arena en plena lucha
o en el sonido que produce el roce.
Puedes vestir olor a día fresco,
peinar plata dorada
o encerrarte en zapatos de cristal
torneado.
Puedes bregar, volcarte u ofrecer
pócimas mágicas, luciérnagas, estelas.
Llorar, hacerte mueca, escupir.
Ser fuerte o servil.
Aunque fueras velero
de henchidas velas blancas,
y sombra de mariposa, y pompa de jabón
rellena de arco iris;
aunque tuvieras metralla en el fondo
o te creyeras núcleo de granito,
cola de cometa,
botón de margarita...
Te ignorarán como a un trasto caduco,
estás maniatada y eres parte
de un viejo cascarón desportillado,
aun si el árbol entra en erupción y es puro
parto
su fruto primerizo.
En torno a tu persona revolotearán
sones condescendientes,
miradas lastimosas,
prepotencia,
y serás invisible.
Aunque encierres la joya más cálida del mundo,
ese limpio, veraz
y transparente
espejo, que devuelve fulgores al excéntrico,
congénito
dominio,
te sentirás, si no lo evitas,
la sombra de un pasado olvidadizo
barrida por el norte despiadado
que desprende el otoño en ocasiones.