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Relato de Inmaculada Nogueras

AEDA REDIMIDA




El carro de brisas arrastrado por seres alados circundó con furia el último trazo de arcoíris; en el cuello de la mujer soberbia que lo guiaba quedó prendido un jirón de espuma anaranjada, lo sacudió con fuerza para zambullirse a continuación al abrigo de una nube panzuda.
Emergió con el rostro cubierto de humedad cuyas gotas reverberaban tonos dorados, sin embargo, la figura erguida no perdió nada de su arrogancia.
Su nombre era Aeda; su menester, deambular por el amplio universo.
En su interior ardía una llama vivaz que la impelía a asumir un papel de guardiana, prestando su dedo a ligeros ajustes: retocar matices, desviar a conveniencia el soplo del viento u orientar la ruta de los cuerpos celestes fuera de control. En el planeta que atravesaba rozó las copas de las arboledas y descabezó volcanes para que su ardiente lengua ígnea formara paisajes, islas y montañas.
Se recordaba sin predilección alguna, pero en los últimos siglos algo había ido tomando forma, percibía en su interior un desequilibrio de intereses. Halló dentro de sí una querencia especial por aquel planeta perdido en la inmensidad, la atraían sus masas de color, la transparencia de los días... Para ella era desconcertante ya que nunca sintió nada, ni siquiera frío a pesar de ir desnuda, ni calor, ni hambre; de hecho jamás había tenido la necesidad de alimentarse.
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Se acercó a la amplitud de azules y verdes, bajó del carro, mojó un dedo en aquello tan sereno que parecía sólido y sintió un leve escalofrío que la cogió por sorpresa, era el primero de su larga vida. Cuando se calmaron las ondas surgió un sobresalto mayor, bajo las aguas alguien la miraba, era una figura armoniosa, de hombros redondos y cejas arqueadas. La seguía de forma obsesiva; el cabello parecía suave pero estaba enmarañado por mil tempestades. Agitó el agua y observó que la silueta se emborronaba, permanecía y se movía con ella.
Avanzó en sus juegos olvidando la misión eterna que portaba.
Notó entonces que una personalidad ignorada la poseía, la recorrieron calambres y unas gotas primerizas se escurrieron de sus ojos, fueron ellas las que le dieron una visión borrosa del carro que, imperioso y sin gobierno, se alejaba. No le importó, estaba absorta en su propia conmoción, pero supo que un nuevo ciclo comenzaba.
Apasionadamente, Aeda se dispuso a la lucha, primero por la supervivencia, luego para consolidar su nueva condición.
Se sentía llena de vigor y apenas podía controlar la exultante sensación que le confería el conocimiento de su propio poder para cambiar las cosas. Podía usar la mente para dirigir sus acciones, para imaginar hermosas historias y trasladarlas a la práctica mediante su cuerpo y su voluntad, pero sobretodo, algo íntimo y profundo le decía que su ser contenía el germen de la belleza y de la vida.
Aeda se dio cuenta de que no solo vibraba dentro de sí la belleza, notó un cosquilleo que se expandía con fuerza uniéndola a los seres que compartían su entorno, que la impelía a cuidar de ellos aún a costa de su propio bienestar. Apreció el don de tocar con sus manos aquellos entes plateados y vivos, carne viva similar a la suya y por tanto, aprendió que ese potencial era ternura contenida en su interior en grandes dosis, que rebosaba por sus poros y la hacía sentir muchas cosas nuevas y emocionantes.
La inteligencia recientemente adquirida le indicó que esos sentimientos comportaban, en ocasiones, sufrimiento.

Examinándose encontró también un algo mágico que emanaba de su interior, era un ingrediente que fluía de forma innata y entendió que ese don serviría
para ejercer una gran atracción hacia su persona; parecía el efecto de una pócima incorporado a su esencia, y utilizó todos estos componentes para forjarse una personalidad propia que la enseñó a amar con una luz especial basada en sus anteriores carencias. Amó los pequeños seres que se movían bajo la superficie líquida y los que volaban sobre su cabeza, aprendió a amarse y a cuidar su propia envoltura.

No obstante, el mismo hecho de haber asumido la libertad y el conocimiento de sus nuevas aptitudes le produjo un miedo profundo a perderlas y se negó a permitir que nada ni nadie le robase ni una pizca de sus logros.
Se entregó a esta causa poniendo su piel como escudo, con paciencia pero también con firmeza, y su razón y sus músculos se templaron como el acero.

Aquí está Aeda, entre nosotros, como la madre tierra, como la fecundidad y el cuidado, la tenacidad y las artes, la originalidad, la entrega, la creatividad, la fortaleza, el enlace entre lo material y el espíritu y la resistencia.
Aeda es la esfera que nos bulle dentro, la que reconcome en su necesidad de escapar, de dar forma a la expresión y plasmarla. La vida, el alma y el amor hecho persona.
Aeda eres tú, y tú , aquel y yo. Aeda somos todos.

 

Selección de y relatos y poemas escogidos de © Inmaculada Nogueras , cedidos amablemente por la autora, para su publicación en la revista mis Repoelas:






Aeda redimida


Cosas de mi abuela


Nuestra angustia de cada día



Poesías


 


Página publicada por: José Antonio Hervás Contreras