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Al
cruzar, en la noche al final del verano, las calles solitarias
del barrio morisco, era mucha la congoja que oprimía
mi corazón y el miedo me atenazaba.
Las sombras se alargaban bajo la luz de la luna creando zonas
tenebrosas que, en un lugar como aquel, llegaban a lo fantasmagórico.
El pavimento empedrado primorosamente, que en otras ocasiones
admirara, me pareció resbaladizo y punzante. Y el toque
de la vela cercana, siempre lleno de embrujo, sobrecogió
ahora mi espíritu.
Por un instante olvidé mis cuitas apremiada por el
pánico que crecía por momentos empujándome
a mirar aprensiva tras mis pasos, parándome a veces
para escuchar; volviendo de inmediato la cabeza hacia el frente
por si acaso pudiera toparme con algún emboscado entre
las casas antiquísimas que tenía ante mí.
Las calles estrechas, de día llenas de luz y colorido,
con geranios derramándose al exterior como promesa
de sus frescos patios, se convertían en la oscuridad
en vericuetos laberínticos.
En el fastuoso silencio se oía cualquier rumor lejano;
los pilones y fuentes desbordando su agua habían perdido
la familiaridad y parecían desgranar un aviso perentorio.
Por la tarde había ido con mis padres a la Carrera
de la Virgen, avenida de ese nombre por estar situada en ella
la Basílica de la Virgen de las Angustias, patrona
de Granada. Era un día grande de Septiembre y allí
se congregaba la ciudadanía en tropel para festejar
y seguir la procesión.
Disfruté a lo grande entre puestos de azofaifas, majoletas,
acerolas, membrillos serbas y almecinas con su correspondiente
canuto para lanzar el hueso; el colorido era inmenso y en
el bullicio se palpaba la alegría de la fiesta.
Paramos para hacernos con una gran torta de la Virgen rellena
de cabello de ángel; hasta conseguí que nos
compraran barquillos. El ambiente alegraba mi corazón;
me sentía exultante, corrí, salté, jugué
con mis hermanos hasta el límite…. Sin embargo
hacia las diez de la noche, cuando ya pensábamos en
la vuelta, dimos en topar con un pequeño grupo de amigos;
nos detuvimos y los mayores se saludaron e intercambiaron
impresiones sobre el día. El problema es que tardaban
demasiado y los niños, incapaces de quedarnos quietos,
empezamos a corretear por la plaza de la Diputación,
a escondernos en el pequeño jardín.
No sé cómo pasó pero de pronto me encontré
sola en mi escondite y nadie venía a encontrarme. Cuando
salí de debajo del banco habían desaparecido
todos. Busqué, cada vez más alarmada, entre
el gentío, llamé y hasta lloré. Recorrí
la Carrera una y otra vez, pero no quiso la suerte que nos
volviésemos a encontrar.
Realmente no estaba lejos de mi casa, el Albaicín,
una vez atraviesas Reyes Católicos y llegas a Plaza
Nueva, no tiene pérdida; se trata de subir cuestas
y saberse mover entre sus calles estrechas. Con esa idea opté
por ir directamente a casa sin pensar que, tal vez, lo mejor
hubiese sido quedarme quieta.
Vivíamos en la parte baja del barrio, justo en el centro
de una placeta colgada enfrente de la Alhambra.
Iba penetrando en un mundo diferente, cuyo ambiente concentrado
invitaba a fijarse en pequeños detalles.
Me deslicé suavemente, pegada a las paredes, recibiendo
algún susto cuando tropezaba con los salientes. Ya
había cubierto la mayor parte del camino, tenía
la reja de mi casa a la vista cuando, a la derecha, mis ojos
toparon con una figura hierática que se posaba en el
poyo de la fuente como levitando. Era negra y alargada. Me
quedé plantada dónde me hallaba con el corazón
queriéndose salir por la boca y un sudor viscoso atropellándose
en los poros. Se me cortó el habla, solo podía
mirar la aparición con espanto.
De pronto la silueta se volvió hacia donde yo estaba,
no podía ver su cara “¡A lo peor no tenía!”,
era una sombra de espaldas al rayo de luna que reflejaba el
agua. No fui capaz de moverme, solo esperé la fatalidad
contando, de forma automática, los golpes que sentía
en el pecho.
Avanzó hacia mí; al andar sus ropas ondulaban
como a cámara lenta “Quizá no camina”,
pensé, “¡Puede que flote!”
Yo no me di cuenta pero me había escurrido hasta el
suelo y allí, hecha un ovillo, noté la mano
en el cabello…. Y sí, si tenía voz mi
fantasma pues, a continuación, sonó en un tono
entre airado y sorprendido: ¿Qué haces aquí?...
No me atrevía a levantar la cabeza, pero aquella voz
me pareció conocida y lo hice despacio. Frente a mí
estaba mi abuela con cara de asombro.
—¿Qué ha pasado Lía? ¿Dónde
están los demás?.... No le pude contestar, tenía
un nudo en la garganta y me sentía mareada, ella se
agachó, me acarició, secó las lágrimas
y me apretó con suavidad; luego me alzó y, abrazándome,
me dijo:
—ven conmigo, nos sentaremos. Te ofrezco un trato, tú
me contarás que haces aquí sola y yo haré
lo mismo.
Recuerdo con un afecto especial todo lo que oí aquella
noche, ya tan lejana en el tiempo.
Entre hipidos conté mi negra suerte:
—¡Me he perdido, hip , hip!...
Y como la llantina me impedía continuar, mamá
María cortó en seco diciéndome:
— no te preocupes, ya ha pasado todo; estás conmigo.
Nos sentamos en un banco de piedra. A partir de ese momento
pareció abstraerse y empezó a hablar como para
sí misma, perdida la mirada en el horizonte, parecía
transportada a otro lugar. Solo su mano apretando la mía
mantenía el hilo de la realidad. Tenía un perfil
singularmente juvenil con la nariz pequeña y la mandíbula
rotunda.
—Yo me quedé sola muy pronto, —dijo—,
he vivido mucho, mucho, y, aunque entregada a mi familia,
siempre arrastré la soledad pegada a los huesos.
Tengo tres hijos y muchos nietos de los cuales tú eres
la mayor, pero… Eso ya lo sabes, lo que ignoras quizá
es que tuve a tu padre con dieciséis años. Me
empeciné en casarme hija, y eso que mi familia se negaba.
Mis padres, tus bisabuelos, —dijo mirándome—
eran personas notables, un referente cultural en la Granada
de aquella época; por eso yo hice el bachiller. Eran
otros tiempos claro, entonces las mujeres no solían
estudiar….
Apretó el gesto y puso un énfasis especial en
sus palabras:
—¡Aprende de mí Lía!, no me sirvió
de nada a la hora de enamorarme de tu abuelo. Mi padre no
lo quería para mí, aunque era de familia inmejorable
y mi madre me aconsejó entristecida que tuviese en
cuenta lo mucho que dejaban que desear sus costumbres de señorito
libertino. Me hicieron un auténtico boicot, pero porfíe
de tal manera que a la postre terminé por salirme con
la mía. Entonces las mujeres acostumbraban casarse
a edades tempranas, aunque no tanto.
Tuve una boda de tronío, en familias como la mía
todo se hacía “como debía ser”,
pero pronto empezaron las borracheras y malos tratos que me
tragué avergonzada porque, a causa de mi tozudez ¿A
quién iba a quejarme? Soporté la situación
como pude, pero como solo era una niña me podía
el ramalazo travieso.
Te contaré uno de tantos episodios. —dijo con
una media sonrisa—.
Tu abuelo era cazador, como tenía dinero no se conformaba
con cualquier cosa, lo suyo era la caza mayor y en temporadas
propicias, montaba auténticas expediciones a Sierra
Nevada con sus amigos de la peña a los que se sumaban
cantidad de gorrones de los que siempre se rodeaba. ¡Ya
ves tú! Con lo desconocida que era entonces la Sierra….
En una de ellas, teniendo los mulos preparados, cargados a
tope de vituallas, pólvora y cartuchos, aproveché
que la cuadrilla se había tomado un descanso y bebían
unos vasos en la taberna cercana y bajé al patio de
mi casa; ya sabes cómo es, todavía la conservo:
un patio al que dan en cuadrado los corredores de la vivienda
que lo rodean. Al lado de la fuente del centro, en semicírculo,
se situaban los postes para atar los caballos; allí
esperaba la recua impaciente con su carga. Mientras me reía
entre dientes y el nerviosismo me ganaba pensando que pudiesen
pillarme in fraganti, me puse a descargar los mulos siguiendo
el plan que había trazado previamente; lo hice a toda
prisa para, a continuación volver a cargarlos….
¡Con piedras! No fueron suficientes las que tenía
preparadas a tal efecto y por ese motivo rellené con
toda clase de utensilios. ¡Hasta unos candelabros transportaron!
Después me encerré con los niños en el
dormitorio, echamos el pestillo y con nosotros las provisiones,
que el abuelo me tenía con cuatro cuartos mientras
él se daba la gran vida.
Oí un sonido gutural, hacia dentro; era la risa de
la abuela.
Mucho después me pregunté a menudo que la llevaría
a relatar a una niña de once años aquellas peripecias
suyas.
Continuó diciendo:
—no se dieron cuenta de nada y con un ¡Adiós
María! Arrancó la caravana. Pensaban hacer una
excursión de un par de semanas, yo ya sabía
que no duraría tanto. —Otra vez aquella risa
sofocada—.
Al día siguiente los tenía aquí de nuevo;
yo, pertrechada en el dormitorio, oí el doblar la esquina
de las caballerías y una voz pastosa de vino que gritaba:
— ¡María!.... ¡María, Ahora
voy!
Estuvo un rato callada y, cuando al fin habló, lo hizo
en un tono mucho más sereno.
— Hija, a veces por las noches me bajo a ésta
placeta; me gusta pensar en mis cosas a solas, con la luna
arriba, el rumor del agua y el halo de la Alhambra de fondo.
Puede que otro día te cuente más historias ¡Las
tengo por docenas!.... Ahora mientras esperamos a tus padres,
que deben estar muy preocupados, te toca a ti contarme lo
que te ha hecho volver sola.
En ese instante, como por fuerza de un conjuro, aparecieron
al principio de la cuesta las sombras sin aliento de mis familiares
y ya fue otro cantar mucho menos mágico.
¡Ay! En aquellos años siempre tenían la
culpa los niños.
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