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                Míralo 
                    ahí. Jugoso, tierno, listo para ser engullido. Las 
                    tripas se mueven ruidosas, preparándose para dar hueco 
                    a una pesada digestión. Estás dispuesto a hincarle 
                    el diente, afilar los cubiertos, colocarte la servilleta en 
                    la solapa de la camisa, ajustar la silla a la mesa. De tal 
                    manera que, cuando te inclines sobre él sin que ningún 
                    trozo caiga fuera del plato. No te permitas desperdicios. 
                    Hoy no. Sírvete agua. Procedes. Sin embargo, en un 
                    rápido pestañeo, ocurre algo extraño. 
                    El cuchillo chirría en la porcelana y el filete apenas 
                    recibe un rasguño. Piensas que no calculaste bien al 
                    cortar y ahora está en la otra esquina del plato, sobresale, 
                    rozando el mantel. Vuelves a cortar. Parece que está 
                    vez atinaste. Masticas a dos carrillos. La sensación, 
                    entre el jugo de la salsa, es chiclosa, gomosa, elástica. 
                    El sabor del vacuno va desapareciendo en tu lengua, convirtiéndose 
                    en amargo mercurio. Es puro veneno. No sabes si en el supermercado 
                    te han vendido un fraude alimentario. Lo sigues rumiando. 
                    Míralo ahí. Parece que te observa. Mudo. Intentas 
                    tragar. Bebes agua para que pase mejor. Se resiste como si 
                    estuviera vivo. Pasa, con eructo mediante. Tus ojos se enrojecen, 
                    pero aparentas normalidad. Sonríes a medias. Procedes. 
                    Esta vez escuchas un silbido. Miras alrededor de la cocina, 
                    por debajo de la mesa, husmeas la ventana que da al patio 
                    de vecinos. Nadie asoma por ningún lado. Clavas la 
                    mirada en el filete. Planea el silencio. Y la desconfianza. 
                    Suavemente, intentas cortar. A duras penas, se deja, pero 
                    al final ese apetitoso trozo te lo engulles. Tus pupilas hacen 
                    chiribitas. El filete se proyecta como una amenaza verde sobre 
                    el plato de porcelana. Está vivo. O eso sospechas. 
                    Te sirves más agua. No quieres que te intimide. Pinchas 
                    el tenedor sobre lo que queda de filete. Lo comienzas a trocear 
                    con decisión. Míralo ahí. El lomo se 
                    eleva unos centímetros por encima del plato. Te mira. 
                    Es más, te desafía. Atrápalo, que no 
                    se escape. El filete alucinógeno da vueltas por la 
                    cocina, burlándose de ti. Necesitas ese filete. Tus 
                    buenos euros te han costado. ¿Carne de primera? Ya. 
                    Estás a punto de darle alcance. ¿Sí? 
                    El filete se escapa de tus manos. ¿Dónde está? 
                    Se fugó por la ventana de la cocina. No pierdas tiempo. 
                    A por él.   |