Parte II – En el Infierno – texto
extraído del Capítulo “Paris,
tres días después”
… Claude estaba ya tan próximo
a ella que casi podía sentir su pulso, su latido. Ahora
más que nunca tenía que estar junto a él.
Alentada por encontrarse cuanto antes con su amado, Margarita
Elena había olvidado ya el ultraje y los malos tratos
de Henri. No le guardaba ningún rencor, le había
perdonado. Ella sabía que su esposo era un hombre de
buen corazón que había perdido el juicio, y su
malestar se acrecentaba pensando en qué sería
de él después de su huida. De nada servía
que ella le hubiese perdonado, porque conocía a su esposo
y sabía que él no sería capaz de perdonarse
a sí mismo. Sabía que su alma no iba a encontrar
la paz después de lo sucedido. Henri había entrado
en las profundidades del infierno. Había perdido de un
solo golpe a su mejor amigo y a su amada esposa. ¿Cómo
iba a terminar todo esto? ¿Qué iba a ser de Henri?
Su profundo pesar se hizo casi insoportable. Una profunda presión
en el pecho la oprimía y casi no podía respirar.
Recorrió las cortinillas. Necesitaba aire. El agua impetuosa
empezó a deslizarse por los goznes de la ventanilla y
en unos segundos todo su rostro y su pecho estaban empapados.
Con dificultad pudo ver que habían salido de París
y cruzaban las grandes choperas que bordeaban el río.
Quedaban unas pocas leguas para reunirse con Claude. Abatida,
cerró con fuerza la ventanilla y, en unos breves instantes,
se vio a sí misma rodeada de belleza y a la vez de intriga
y de peligros. Se puso a orar suplicando al cielo que la tormenta
cesase. Pero sus palabras no parecían tener eco. Los
truenos y los relámpagos se sucedían sin pausa,
y los gritos del cochero por controlar los caballos llegaban
a sus oídos como agudas punzadas de un instrumento cortante.
Los caballos se habían desbocado y corrían frenéticos,
aterrorizados por la tormenta.
De pronto, un fuerte impacto, y todo cesó. La lluvia,
la tormenta. Ni un solo ruido, ni un solo bramido de los caballos,
nada, absolutamente nada a su alrededor, ni tierra, ni cielo.
Sólo una espesa y dulce bruma como una gran nube blanca
que envolvía todo. ¿Qué había
sucedido? ¿Dónde se encontraba? Sus vestidos
ya no estaban empapados, ni su rostro mojado. No lo entendía.
Cerró los ojos y, con un ademán preciso, agitó
su cabeza como queriendo salir de un sueño, o mejor
dicho, de una pesadilla. Sus cabellos largos y dorados besaron
su cara de nuevo; y una fuerza apacible empezó a atraerla
hacia una especie de túnel luminoso en el que se dibujaban,
en el fondo, varias figuras humanas nimbadas de una intensa
luz blanca.
…
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