nNala, mi perrita, traía juguetona en su boca una presa.
La puso a mis pies, tan contenta, ofreciéndomela satisfecha
de su gran logro. Pavorido descubrí que se trataba del
canario de doña Rosario, mi vecina. ¡Oh, Dios mío!
¿Qué hago yo ahora? Con el mal carácter
que tiene, seguro que me mata o deja de hablarme para toda la
vida. Mejor –pensé- cuando salga por el pan, me
cuelo por la terraza y lo dejo en su jaula; así creerá
que ha sido muerte natural. Y así lo hice.
A la mañana siguiente, una ambulancia despertaba el
vecindario con su alarmante sirena. Me asomé a la ventana
y vi que se llevaban a doña Rosario. Cosas sobrenaturales.
¡Huy! ¡Qué miedo! ¡Me ha dado un
escalofrío por todo el cuerpo! ¡Me pone los pelos
de punta! Comentaban en voz alta los demás vecinos.
Con incipiente curiosidad pregunté. Pues verás,
Dayal -me susurró Josefina al oído- doña
Rosario había enterrado en el parque a su canario y,
ayer, cuando vino de la panadería, lo encontró
de nuevo en su jaula. De la impresión, estuvo mala
todo el día y, esta noche, le ha dado al final un patatús.
¡Cosas de brujas! Que haberlas, haylas, ahí tienes
la prueba... Yo siempre he creído que... bla, bla,
bla, bla. Palidecí hasta tal punto que Josefina interrumpió
su verborrea para preguntarme si me encontraba bien.
“No afrontar
y solucionar los problemas en su momento, nos lleva, a la
larga o a la corta, del ligero temblor al terremoto”.
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