No vi nada ni a nadie. Me quedé inmóvil
agudizando mis sentidos. De nuevo otro sonoro ¡Aaaggg!
que parecía provenir de la playa. Enfoqué entonces
mi vista hacia esa dirección y discriminé un
pequeño montículo oscuro sobre los guijarros
que se movía ligeramente. Pensé que quizás
era una foca malherida, o cualquier otro animal. Me adelanté
unos cuantos metros y sí, daba la sensación
de ser realmente una foca que se rascaba con una aleta o se
sacudía sobre su propio vientre. Me propuse acercarme
a ella todo lo posible sin captar su atención. Las
focas cuando se ven sorprendidas o intuyen el menor índice
de peligro saltan sobre sus aletas a sorprendente velocidad
y se zambullen en el agua. Era la primera vez que tenía
la ocasión de observar a una foca de cerca; si en verdad
lo era. No estaba del todo seguro. Palpé entonces mis
bolsillos para detectar mi cuaderno de notas y lápiz.
Los extraje y sujeté con una mano mientras me arrastraba
suavemente por los pequeños guijarros de la playa,
acortando la distancia. Conseguí acercarme a unos diez
metros de ella sin que me percibiera. Estaba entusiasmado
y excitado. Y, a su vez, algo temeroso. La adrenalina vertida
en mi sangre sobrepasaba los límites. Mi corazón
bombeaba a gran velocidad y las manos empezaron a temblar
dificultando mi deseo de hacer un primer boceto del animal,
que había empezado a respirar agitadamente. De un impulso
inesperado y con otro desgarrador gemido se incorporó
el animal. Sobresaltado, emití por mimetismo el mismo
gemido. Como si yo estuviera sintiendo lo mismo que él.
Para mi sorpresa, no era un animal, no era una foca, era una
joven mujer Yámana que había cubierto su cuerpo
desnudo con una ligera capa de pelo de foca anudada a su garganta
con un lazo hecho de algún tendón, posiblemente
de ballena. Me aproximé rápidamente hacia ella.
Permanecía sentada sobre sus rodillas emitiendo gemidos
cada vez con más frecuencia. Su prominente abdomen
y unas gotas de sangre sobre un agujero, que ella había
hecho en la arena, suficientemente grande como para albergar
a un bebé recién nacido, me desvelaron claramente
que esa joven muchacha estaba dando a luz. Pronuncié
varias veces la palabra “mujer” en lengua Yámana:
<<Kipa,
kipa, kipa...>>.
No sabía preguntarle
cómo podía ayudarla. Dije cosas sin sentido
con palabras de su idioma que me venían a la mente.
Incluso le hablé en la lengua Ona. Su rostro, encogido
por el dolor, ignoraba mi presencia y mis palabras. Ella se
apretaba fuertemente con las manos el abdomen, ayudando a
su bebé en cada una de las contracciones. Sin saber
cómo, me vi sentado tras de ella sobre mis rodillas
y con mis manos por debajo de sus brazos empujando al bebé
hacia fuera. Acompasé de inmediato mi respiración
a la de ella sin proponérmelo. Tenía la sensación
de ser como un autómata que desconoce la voluntad de
su manipulador. Desaparecieron entonces el hambre, el frío,
la inquietud, la curiosidad, el temor... Me había fundido
de tal manera con ella que todos mis sentidos, todo mi ser,
estaban puestos en el alumbramiento, como si yo fuera la misma
madre que traía al mundo a un nuevo ser. ¡Qué
hermoso, Dios mío! No tengo palabras para expresar
mi sentir. Ni tan siquiera el inconmensurable gozo experimentado
en el momento del nacimiento de mi hijo tenía parangón
con esta inefable experiencia. Yo seguía respirando
y apretando cada vez que ella lo hacía. Unos segundos
de silencio dieron paso al esperado momento. El bebé
había salido de un tirón en el último
intento. Yacía sobre la arena y los guijarros refunfuñando
y cubierto de grasa y sangre. El rostro de la joven se transformó
entonces en el rostro más bello que jamás he
visto en mi vida. Su rostro llevaba dibujado la satisfacción,
el orgullo, la alegría, la gratitud, el amor... y todo
ello lo proyectaba hacia su bebé, que era una hermosa
niña. Yo miraba a ambas como un espectador embobado,
sin saber qué otra cosa hacer y sintiendo, sintiendo
profundamente, la felicidad que brotaba de ella por cada poro
de su piel. Algún tiempo después pude comprobar
que a pesar de sobrellevar una existencia tan ardua, quizás
la más ardua que se conoce, son los Yámana los
más alegres entre los hombres y tal vez los más
felices. Están absolutamente integrados en su entorno
y para ellos el dolor y la desesperanza parecen no existir.
Buscó por su derredor, con su mano derecha y casi sin
moverse, un cuchillo de costilla de foca que necesitaba para
cortar el cordón umbilical. Le alcancé el cuchillo
y con destreza cortó y anudó el cordón
de su hija. Rápidamente la cargó sobre sus espaldas
y la ató fuertemente a su pecho con el largo tendón
de su capa que ahora la cubría. Esperó de nuevo
tener alguna contracción para expulsar la placenta.
Me habló con voz queda. No la entendí. Supuse
que me daba las gracias por la forma en que me miró.
Me pareció una niña; seguramente tendría
dieciséis o diecisiete años. Sus senos sólidos
y su musculatura fresca y fortalecida así me lo indicaban.
Su rostro se contrajo de nuevo. La placenta estaba a punto
de ser expulsada. Con otra larga respiración y empuje,
el alumbramiento había terminado. Enterró con
presteza la placenta en aquel agujero y se incorporó
sin mi ayuda con alguna dificultad. Yo le hice gestos para
indicarle que la iba a ayudar a andar o que incluso la llevaría
en brazos hasta la choza. Pero ella se negó y me habló
señalando el mar. Por supuesto que yo no entendía
nada. La muchacha sonriendo se alejó de mí en
dirección al mar, dejando tras de sí un fino
reguero de sangre que se deslizaba por sus piernas. Quedé
atónito cuando la vi sumergirse en el bravo mar y nadar
con su bebé a la espalda.
…
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