EL PRESENTIMIENTO
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Abrió
el cajón de la cómoda. Como las anteriores veces,
al fondo, bajo los camisones pulcramente doblados encontró
lo que buscaba: la cajita era sencilla, de madera tallada.
Recordaba perfectamente el día que la compraron en
aquel mercadillo artesanal.
De entre todo el revoltijo de bisutería, collares y
joyas que contenía decidió coger la sortija
de oro, aquella que tantas veces había visto en el
dedo anular de su padre. Pero este ya no estaba, ya no la
necesitaba, y él podría obtener dinero suficiente
por ella.
En cualquier caso, se prometió a si mismo que esta
sería la ultima vez. Ya no volvería a fallar;
hoy, tenía un presentimiento distinto al de otras ocasiones.
Volvió a dejarlo todo como estaba y salió del
dormitorio.
Antes de salir por la puerta de casa, comprobó la hora
en el móvil, le daba tiempo de sobra a pasar por la
casa de empeños y coger el autobús 110, el que
le dejaba más cerca del hipódromo.
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¿Ya te vas a trabajar, hijo? – dijo una voz desde
la cocina.
- Sí, madre. –
contestó él. Y un escalofrío de culpabilidad
recorrió su cuerpo.
El atraco había salido según lo planeado,
habían conseguido despistar a los coches patrulla
e incluso al helicóptero de la policía, y
ya no les faltaban más que un par de kilómetros
para llegar la frontera con todo aquel botín de oro
y joyas en el maletero del coche. Cuando cruzasen serían
libres para siempre. Pero entonces sonó un teléfono
móvil. La llamada fue breve.
- Para- dijo el que había respondido.
- ¿Que ocurre? – preguntó el otro, extrañado.
- Nos han tendido una trampa
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LA CEREMONIA |
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Él
estaba incómodo en aquella situación. Todos
le miraban, se fijaban en cada cosa que hacía, cada
gesto, cada expresión…
Detestaba aquel ambiente y a la gente que había acudido
a la ceremonia, todos tan serios y estirados, como si les
hubiesen metido un palo por el culo. Odiaba tener que aparentar
ser como ellos.
Alguien se había encargado de organizar el evento según
las instrucciones de su madre, pero todo estaba excesivamente
sobrecargado para su gusto: tanto oro, tantas joyas, tanta
opulencia… ¿Que querían demostrar? Su
madre ya no estaba, se había ido y no necesitaba todas
esas cosas, pero daba la sensación de que hasta el
último momento quería quedar por encima de los
demás.
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Cómo
detestaba todo aquello. Él solo quería que se
acabase el día, volver a su casa, ponerse el pijama,
descansar y ya, sin la supervisión de la vieja, reunir
el valor suficiente para atreverse a dar el salto hacia su
gran vocación: ser actor.
Entonces alguien gritó: ¡La reina a muerto, viva
el rey!
Y cuando todos se giraron para mirarle, él no tuvo
mas remedio que ofrecer esa media sonrisa que tanto había
ensayado ante el espejo del baño.
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Relatos
presentados al concurso de Microrrelatos “Carmen
Alborch” de Fundación Montemadrid. |
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