Entró al restaurante. El camarero le señaló
una pequeña mesa que había en un rincón,
pero él eligió la que estaba en el centro de
la sala. No le avergonzaba su situación. El camarero
se acercó con la carta:
-¿Espera usted alguien mas?
-No. Y tomaré dorada a la sal y percebes.
No le hizo falta mirarla. Se sabía la carta casi de
memoria, de tantas veces que había pasado por delante
del local sin atreverse a entrar. El camarero le recomendó
maridarlo con un buen vino de Jerez.
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Paladeo cada bocado, percibiendo cada matiz del sabor. Una
sinfonía en la que la comida ponía el ritmo
y el vino era melodía. Disfrutaba de todos los momentos,
de todos los detalles, esos detalles que hasta entonces había
ignorado.
Mientras esperaba al postre repasó una vez más
su plan de viaje: Chicago, Miami, Bogotá, Chennai y
por ultimo Bután. Aunque si por le surgía alguna
cosa no tendría ningún problema en ir a otros
lugares. Pensó en Sídney. Pero bueno, ya se
vería. Lo único que tenía claro es que
aprovecharía hasta el último segundo de los
tres meses de vida que el cáncer le había dado.
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