CMe acuerdo de que tenías los ojos mínimos y
a mí no me gustaba
y por eso supe que no te quería.
Me acuerdo de que alguna vez pensé que Bob Dylan me
amaba.
No sé cómo pudo ocurrir, pero pasó.
Me acuerdo de que la voz de mi padre era la más
grave de todas
las que había escuchado en mi niñez,
y que sus palabras resonaban en el ángel colgado
sobre mi cabecero
y de que esta era razón suficiente para que creyera
que sus palabras
habían de salvarme.
Me acuerdo de que mis amigas vivían asustadas
y no lo supieron hasta que fueron adultas.
Ahora sonríen siempre a medias.
Me acuerdo de que era feliz y estaba aterrorizada.
No sé cómo pudo ocurrir, pero pasó.
Me acuerdo de que amaba a mi perra con una devoción
y una entrega absolutas.
La quería, la quería, la abrazaba, corríamos
por el campo,
vadeábamos regatos, relatos, remansos,
hasta que un día se volvió loca y me mordió.
Recuerdo que alejaba de mi padre los cuchillos.
Recuerdo que entré sola en un túnel y me
perdí.
Y morí muchas veces hasta que logré atravesarlo.
Recuerdo que comías un merengue blanco y que te
besé y que tu lengua se hizo azul.
No sé cómo pasó.
Recuerdo que cuando vivía en el mar hablaba otro
idioma.
Tocaba con mis manos el sol. Relucía mi cuerpo. Sabía
adentrarme en la vida tibia de la arena.
Sentía que me atravesaba el gozo, sin cautelas.
Recuerdo que al otro lado del ventanal había otra
ciudad siempre. Nunca era la misma.
No sé cómo pasó, pero tampoco fue nunca
el mismo el viento que la azotaba.
Recuerdo la belleza en el rostro de mi madre. La belleza.
La belleza.
Amé su belleza por encima de todas las cosas. Me
perdí en su adoración.
Doy fe de que no sé cómo he llegado hasta
aquí, no sé de veras
cómo todo el miedo, la desolación, la extrañeza
y la belleza hiriente
no me han hecho sucumbir del todo aún.
Pero aquí estoy, resiliente, manejando con mis manos
las palabras
que nunca me han fallado, que me siguen salvando, a pesar
de la misma vida.