Yo he visto aves
sobrevolando la tierra que sepulta el corazón de una
madre y las palabras de amor que un día, en el pliegue
del tiempo, alguien sostuvo contra los infortunios.
Por eso, ¿qué tiene esta casa abandonada que
no tenga la mía, con ese secreto de puertas abiertas
para que desayunemos la luz, qué hace ese violín
con las notas a la deriva, qué ese papel escrito a
medias donde esa mujer pergeñó con dolor las
más bellas metáforas?
Si hubiéramos sido capaces de reconocer en sus cosas
a nuestros muertos, jamás habríamos echado los
pestillos para siempre ni permitido que el taxidermista congelara
sus voces.
Porque ahora, mientras recogemos los restos de la ruina, sólo
nos consuela la labor de los objetos que ellos amaron: tiernamente,
como quien aún, después de tanto tiempo, añora
a sus desaparecidos y a sus muertos, van cubriendo los restos
del desamparo con un delicado velo de polvo,
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y así las huellas de sus
dueños siguen acostadas, dormidas e indemnes, a la
espera, como si nunca hubieran sido abandonadas por otros
sueños, quién sabe si constantes o tan breves. |