Es largo el recuerdo. Y
breve la dicha. Un instante después, todo se acaba.
Como si la tierra en cada giro alumbrara melancolías.
Luego, solo mi soledad.
Se oían las sirenas bajo aquel cielo estrellado. El
capitán del barco estaba impaciente por partir. Y yo
me demoraba: las estrategias de la despedida. El surco de
las huellas hay que borrar. Los tropiezos, enmascararlos.
Limpié el espejo con su marco dorado. Coloqué
las zapatillas junto al perchero. Dejé la cama hecha.
Rutinas sin sentido, pues no había de volver a yacer
en ella. Quise darle la vuelta a los retratos. |
Que no me sonrieran
así sus ojos. Que no me dijeran por qué. La
gata sabía. Ella siempre lo sabía. Por el olor
de mis maletas imaginaba la ruta de mis sueños y de
mis desventuras. Olor a salitre y horizontes. Visión
de islas, de perlas selenitas, de chozas, y el hurón
que escarba entre mis ropas cuando el cuerpo queda abrumado
por el gozo. A veces ese hombre que deja un perfume de paraíso
en mi aliento mientras su alma prende en mi boca. Besos de
selva, tropicales, de mares del sur, entre las cuencas amazónicas,
sobre pieles oscuras bajo el monzón o junto a los cocodrilos.
Mi gata lo sabía. Y ahora maullaba para que no la dejara
de nuevo.
Esta vez te llevo, le dije. Te vienes conmigo, repetí.
La estreché en mis brazos junto a la bolsa de viaje.
Era de noche, ya lo he dicho. Rumiaba la ciudad sus mendigos
y sus basuras. Sorteamos zapatos, orines, perlas del desecho.
La luna se derrumbaba sobre las antenas de telefonía.
El mar guardaba su candidez para mi último viaje. Apenas
los restos humanos se veían. Y sí peces de plata,
gavilanes nacarados, la silueta del barco con sus alas enhiestas,
la luz del faro umbilicada al cielo.
-Ya es hora, siéntese en el puente. Veremos partir
la tierra, separarse las aguas.
La estela perfumada, la gaviota en los ojos. Me abracé
a mí misma. Me ovillé en mi regazo. No dormí
nunca. Los marineros faenaban junto a mi insomnio. Veía
la ola en la selva oceánica. Su crepitar de fuego estilizado.
Alcaravanes y delfines seguían nuestra ruta. Pescaba
peces para ellos, y ellos me escoltaban.
Los marineros reían.
-Déjelos estar, señora. Si ellos se apañan.
Había uno moreno de ojos azabache, tatuado hasta el
ombligo, de mirada tenaz. Custodiaba mi aislamiento, pues
como por ensalmo allí estaba cuando yo lo requería.
Me miraba y cantaba dulces romanzas a la luz de su linterna.
Su voz cerraba mis ojos, adormecía mis instintos, frenaba
la estampida de los recuerdos.
Un día le dije,
-Eres como mi hijo.
Y desde entonces durmió junto a mi gata. Ella ronroneaba
con él como lo hacía conmigo.
Veíamos, de la mano, las puestas de sol. Luego un día
se me metió en el corazón, estaba enfermo y
supe que lo amaba. Le velé en su camarote, vi que tenía
la voz de mi hijo. Cuando se despertó, por sus venas
pasaba mi sangre. Y al salir con él al puente su boca
sonreía como si fuera la mía.
Luego nos quedamos dormidos, el mar de vez en cuando saltaba
a nuestros brazos. Nos salpicaban gotas del tamaño
de los sueños. Y su espuma de sal nos convertía.
Traté de no despertarme. Esta es la última,
dije. Mi cama está hecha y yo ya no estoy en ella.
Mi casa es olvido, lejana, ajena.
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Me abracé a la gata. No
despiertes, le dije. Le supliqué, no despiertes. El
mar se movía en mis entrañas, los palos del
barco entrechocándose cantaban mientras recogían
la cosecha del viento, su agudo sonido de plata. No despiertes,
le rogué al mar. Mis ojos se entreabrieron. Volví
a cerrarlos. Allí estaban los retratos. Las zapatillas.
Hoy no quiero, dije como una niña tonta. Estoy muy
lejos ya, para qué volver. Los cerré muy fuerte.
Los párpados me ardían. Sonaba el océano
agitándose, un tumulto de olas desabridas, el capitán
alarmado ¡Viren, viren! Una ola inmensa, ruido de cristales,
la luna partida, quebrada entera como si todo hubiera de ser
transitorio. Mi gata en mi regazo, en la penumbra breve de
una dicha que se iba. Y mi habitación regresando con
la carga insostenible de su triste realidad.
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