Pero no advirtió que el desconocido, compañero
de barra que le ofrecía un lapicero, había percibido
su ansiedad. No reparó en que miraba disimuladamente
y sin girar la cabeza, todo lo que escribió en la servilleta.
Ahora estaba ante sus ojos, se burlaba de él tras el
cristal de la televisión. Y lo sostenía entre
sus manos, sonriendo a los fotógrafos. Era tal y como
él lo había dibujado. Tal y como lo tenia dibujado
en la servilleta, una de tantas de su cajón de cosas
pendientes. Y el muy cabrón le había puesto
un nombre estúpido: “aipad” o algo así.
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