En 
                    el amor solté las amarras, desaté cadenas, me 
                    siento libre. 
                    Y en esta libertad quiero contarle al mundo y a todo el que 
                    oídos
                    tenga, que ya nada me es familiar, ni ajeno y, en esta presencia
                    paradojal, tampoco, nada de lo que uso me pertenece, ni siquiera
                    esta inexplicable vida, que sisifeando, a cuestas cargo y 
                    recargo.
                    Una vida que arremolino y sostengo, con más penas que 
                    glorias.
                    ¡Certeza tengo que me será imposible retenerla, 
                    sin dolor!
                    Ni con filosóficos, espirituales o titánicos 
                    intentos, podría.
                    Persuadidas estoy, que vivo en tiempos y espacios prestados
                    y habitables; cedidos, por alguna gracia, que aún no 
                    me es
                    dado conocer y, no sé, sí se mostrará, 
                    pero sé que mueve
                    los hilos invisible de esta que hoy, he llamado, mi existencia.
                    Ni siquiera me es posible asegurar que algo siento o si siento.
                    Del amor, ese embrujante, sentí-miento, tengo las más 
                    notables
                    mentiras y tan pocas verdades, que no vale la pena el balance.
                    Mi alma que me despecha y la busco allí, en el pecho, 
                    es una
                    odalisca que se mueve al ritmo de un baile que no es, ni suyo.
                    La percibo frágil, fatua, imberbe, quimérica 
                    y desesperada…
                    En ella, no observo: el pasado, el presente o tan siquiera 
                    un futuro.
                    ¡Nada y todo me ha poseído, a tanto y tanto, 
                    he pertenecido!
                    Todo se ha perdido en el arte de la vida y en la desnudez 
                    del estar.
                    La muerte, esa poderosa y temida señora, me ha visitado, 
                    dos veces.
                    Me ha retado y he regresado de sus sonrientes garras confundida.
                    Un sentimiento de placidez, extrañeza, timidez e impotencia 
                    me
                    ha embargado, en la concesión de mi vuelta con promesa 
                    de regreso.
                    Sé que no puedo escapar, que estoy sitiada, que me 
                    ve y me mira.
                    Que sólo es cuestión de su capricho, cuando 
                    me volverá a llamar.
                    Su guadaña me señala y se aleja para seguir 
                    martirizando en la espera.
                    Vivo sentenciada por su santa y biliosa voluntad, es mi verdad…
                    Los recuerdos de Kübler-Ross y sus moribundas enseñanza 
                    me
                    hablan y no hay manera de evitar el runruneo de mi mente, 
                    hecha
                    para la ilusión de la vida eterna, de la vida a voluntad 
                    y a la carta.
                    Vana ilusión la mía, cristalina quimera que 
                    me regresa al sendero
                    dónde no existen los oasis, porque todo está 
                    destinado a la muerte
                    y a dejar de ser lo que nunca ha sido, lo que nunca fue, ni 
                    será vida.
                    Es que, mientras tanto, la muerte espera contando sus minutos 
                    para ser.
                    ¡Es que la muerte es engañosa, traidora, mezquina 
                    y usurpante!
                    ¡Así, es la muerte y en ella está la vida!